Supervivientes 2ºB: Isla de Nadie

 Capítulo 1: Dolor de cabeza, física y figuradamente


El mundo volvió en oleadas de luz y ruido: primero un pitido agudo, después el batir sordo del mar contra arena y, por último, un escozor insoportable en la frente de Marcelo. Sangraba poco, pero el chichón le latía como un tambor mal afinado. Cuando se sentó, le costó entender lo que veía.

A la izquierda, restos del Boeing 737 —el ala derecha abierta en dos, lonas de los asientos agitándose como banderas tristes—. A la derecha, una hilera de palmeras que bordeaba un bosque tan denso que parecía tragarse la luz. Arriba, un sol tropical que quemaba sin clemencia. Y esparcidos por la playa, compañeros de 2.º B: cuerpos que se movían, gemían o se apoyaban torpemente en cualquier trozo de fuselaje que no ardiera.

Dolor de cabeza, sí. Y dolor de todo lo demás, figuradamente.

Marcelo palpó el bolsillo de su sudadera: móvil muerto. «Obvio». A un metro, Sandra se incorporaba con gesto de bibliotecaria cabreada.

—Esto es objetivamente una mierda. Empezó; luego vio la sangre de Marcelo—. ¡Tío, estás rojo!
—Tranquila, es superficial. —Él dijo quejándose un poco—. Prioridad: agua, sombra, reunir a la gente.

Sandra suspiró y se puso en pie, temblándole un poco la voz:

—Vale. Pero antes podríamos gritar «¿hay alguien vivo?» y esas cosas, ¿no?

Una carcajada aguda contestó antes de que pudieran hacerlo; era Rocío, medio descalza, corriendo en círculos.

—¡Una cucaracha tamaño Godzilla, lo juro! —chilló, dando saltitos a la vez que se sacudía los pantalones—. ¿Dónde están mis camisetas?

Marcelo se permitió un segundo para procesar la escena: palmeras, humo, un trozo de ala humeante, Rocío espantando insectos invisibles... y detrás de ella, Brenda que vapeaba. Sí, vapeaba. El aparato había sobrevivido en su riñonera.

—Me relaja —dijo Brenda, encogiéndose de hombros cuando Sandra la fulminó con la mirada—. Además, sirve para ver la dirección del viento, ¿no?
—¿En serio? —bufó Sandra.

Más allá, el "escuadrón velocista" aparecía trotando por la playa: Cristian al frente, piernas larguísimas, seguido por Iván, Aaron, Juan y, rezagado pero conteniéndose las ganas de esprintar, Javier. Este llevaba la camiseta manchada de sangre oscurecida justo donde años antes le habían metido aquella bala famosa.

—Zona segura a cien metros —graznó Cristian, señalando hacia una formación rocosa—. Hay sombra y charcos de agua dulce probablemente dulce.

—Dices «dulce» y sabrá a barro—remató Javier con una mueca—, pero algo es algo.

Cristian le dio una palmadita en la espalda y siguió con el parte de exploración:

—Hay árboles de algún tipo de mango más adentro; todavía verdes, pero comestibles si les quitas la piel. También vimos un arroyo que sale de unas rocas. El agua baja clara, aunque habrá que hervirla.

—¿Hervirla con qué, genio? —preguntó Iván.

—Apúntalo, McGyver —dijo Brenda con un leve gesto del vape que lanzaba aroma a tarta de limón—. Pero primero necesitamos el fuego.

Sandra chasqueó los dedos:

—Cinturones de seguridad con hebilla de acero + chispas del extintor. O la batería de emergencia de los asientos. Marcelo, tú viste ese truco en el programa aquel, ¿no?

Marcelo asintió. El dolor en la frente seguía palpitando, pero la adrenalina mandaba más:

—Sí, pero necesitamos lana de acero o cable fino... Dame diez minutos y lo intento.

Mientras el "equipo chispas" reunía materiales, Federico y Amin fueron designados para inventariar lo rescatable. Abrían maletas mangadas al azar, sacando desde bikinis chillones hasta una tostad­ora que alguien había facturado como equipaje especial. Cada objeto útil (sábanas térmicas, botellas de plástico, mecheros sueltos) iba a un montículo numerado con un Garabato Sharpie sobre la arena.

Entre tanto, el grupo de Ariadna tenía otro ritmo. Sentadas en corro, Ariadna, Nora, Julia, y Claudia Chavelis discutían la prioridad de "higiene" versus "sobrevivir".

—Yo lo que quiero es lavarme el pelo —insistía Julia, sacando un bote de champú de 200 ml—. El agua salada me deja la cabeza fatal.
—Ilusa —bufó Ariadna—. A este ritmo terminaremos oliendo todas a... selva.
—Hablad por vosotras —contestó Claudia, colándose en la conversación—. En el ejército hacen duchas solares con bolsas negras rellenas de agua.

Chavelis, que esmaltaba el móvil entre los dedos rezando por cobertura, levantó la vista:

—Ni ejército ni ná... yo quiero comer. Si no, me enfado y luego os aguantáis.

*¡Tsssh!* Una chispa blanca saltó en la arena cuando Marcelo y Ale frotaron dos cables de cobre contra la malla metálica arrancada del horno. El algodón empapado de queroseno prendió en un suspiro azulado. Gritos de júbilo —mezcla de estadio y excursión de primaria— llenaron la playa.

—¡Fuego controlado! —anunció Elena, que supervisaba desde atrás con los brazos en jarras—. Y yo que decía que las manualidades nunca servían...

Cristian no perdió un segundo: partió una rama gruesa, la puso sobre la llama y empezó a trocear un mango verde con su navaja multiusos que encontró en una maleta

—¿Seguro que se come así? —preguntó Juan.
—Peor que los menús del comedor del otro viaje, imposible —respondió Aaron, arrancando un trozo con los dientes.

El sabor era ácido a rabiar, pero todos aceptaron el festín improvisado. Aunque Ariadna hacía muecas, mascaba con dignidad de experta en superalimentos.

Rocío volvió con los ojos brillantes:

—He visto un lagarto gigante, ¡lo juro!
—¿Del tamaño de la cucaracha de antes o como un dinosaurio? —preguntó Brenda, arqueando una ceja.

—¡Del tamaño de un gato mediano! —precisó Rocío—. Y casi tan mono.

Las risas aflojaron la tensión general. Por primera vez desde el choque, el miedo dio paso a un hormigueo de emoción infantil: la isla era peligrosa, sí, pero también un parque de atracciones salvaje.

Cuando el sol cayó, el metal abrasado empezó a crujir con los cambios de temperatura. Primero un "clang", luego un "tac-tac-tac" como latas en cadena. Alicia—o eso pensó Marcelo por un segundo—habría salido corriendo de un sueño surrealista; pero era la vida real.

—Suenan partes sueltas —murmuró Sandra, pretendiendo lógica—. Contracción térmica.

El "clong" siguiente fue lo bastante fuerte para que Brenda dejara caer el vape en la arena.

—Eso no es contracción, eso es Godzilla versión avión —susurró Rocío, esta vez sin comedia en el tono.

Marcelo cogió la linterna improvisada (móvil + power bank + cinta) y se acercó al borde de la selva donde el fuselaje se perdía entre lianas. Cristian e Ivan se alinearon a su lado, listos para esprintar o luchar, ninguno seguro de cuál hacía falta.

Entonces vieron el movimiento: no un monstruo, sino la rueda del tren de aterrizaje que cedía su propio peso y rodaba ladera abajo, arrastrando paneles sueltos con un estrépito de chatarra. La rueda se detuvo a veinte metros, encajada entre raíces.

—Vale... solo física —respiró Marcelo—. Pero que nadie duerma dentro del casco del avión, ¿queda claro?

Los demás intentarían dormir cerca del fuego, con la promesa de cambiar turnos si alguien se mareaba o si el miedo apretaba demasiado.

Habían preparado guardias para ver si venían animales, pero casi nadie las respetaba

—¿Me toca contigo? —preguntó Sandra, repasando la lista.
—Sí. —Marcelo alzó el hombro—. Tranquila; solo tenemos que escuchar y echar un vistazo cada cinco minutos. Peor era el examen de Física.

—No sé qué examen hiciste tú —bufó ella—, pero este tiene una pregunta extra: "¿Qué pasa si un jabalí decide merendar mochileros?"

Marcelo rio flojo, pero agarró una rama larga por si acaso.

Capitulo 2: Cucarachas, Conspiraciones y Corduran't

El amanecer llegó como una promesa de nuevo caos. Cuando el sol iluminó la isla por completo, el panorama se presentó como un lienzo desordenado de playas doradas, palmeras que luchaban por sobrevivir y restos de avión dispersos, como si un gigante hubiese jugado al Tetris y dejado todo a medio terminar.

Marcelo despertó primero, como siempre. La arena pegajosa cubría su espalda, y la chaqueta de Sandra, que había servido de almohada improvisada, le estaba más apretada de lo que recordaba. Sacudió la cabeza y se estiró, el chichón aún le dolía, pero menos que el día anterior... No estamos muertos, eso significa que vamos bien.

Sandra estaba despierta también, con un libro de física que había encontrado entre los restos del avión. "¿Quién diablos leería un libro de física en un infierno verde como este?" Marcelo pensó, pero le dio una media sonrisa. Sabía que Sandra iba a ser la más centrada de todos, y eso en cierto modo le tranquilizaba.

— ¿Sabías que los mangos tienen una capa de cera en la piel que los hace resistentes al agua? — Sandra levantó la mirada del libro, sin perder ni un segundo en su explicación.
— ¿En serio? Pues te va a encantar el menú de hoy, porque esta isla está llena de ellos —respondió Marcelo, sintiendo la arena en los zapatos.

Rocío, como era de esperar, fue la primera en gritar por un animal. El sonido que emitió podría haber sido perfectamente interpretado por un observador ajeno como "cuidado, extraterrestres en el horizonte", pero no. La realidad era menos espectacular y mucho más grotesca.

— ¡¡Una CUCARACHA ENORME!! — Rocío saltó en el aire con la agilidad de un gato desquiciado, lo que provocó que varios chicos de la clase se giraran para ver qué demonios pasaba.

No era una cucaracha gigante, como ella había jurado, pero tampoco era pequeña. El insecto parecía el producto de una mutación peligrosa y un almuerzo mal digerido. El animal, sin embargo, no estaba interesado en Rocío. Estaba ocupado marchándose de una pila de cocos abandonados, como si todo lo que estaba ocurriendo fuera simplemente parte de su día normal.

Rocío lo observó, completamente aterrada. La imagen de la cucaracha cruzando el campamento le produjo un espasmo nervioso.

— ¡Es como un kaiju... con antenas! ¡Está buscando venganza por todas las veces que lo maté en mi vida pasada! — Rocío comenzó a moverse en círculos alrededor del insecto, su velocidad y energía aún intactas, a pesar de la noche anterior.

Marcelo no pudo evitar reírse mientras veía a Rocío trotar de un lado a otro sin parar, aterrada por el insecto, mientras el resto de la clase se levantaba lentamente.

— ¡Es más grande que mi futuro! — grita Rocío, mientras arranca el trozo de mango que había estado mordisqueando antes, y lo lanza a la cucaracha como si fuera un misil. La cucaracha ni siquiera se inmutó.

De fondo, Brenda se rió, mirándola fijamente con una nube de vapor emanando de su vape.

— Te entiendo, Rocío. Las cucarachas tienen un poder sobrenatural, especialmente las de esta isla. ¿Habéis visto alguna vez una broma más épica que un insecto gigantesco que te ignora? — se rió Brenda, casi hipnotizada por su vapeo, como si fuera la respuesta a todos los males del mundo.

Sandra, que observaba la escena con la concentración de una persona que acaba de leer un libro de supervivencia en isla desierta, intervino:

— Rocío, ¿estás bien? Puedes lanzarle otra vez el mango si quieres... pero ¿tú no decías que amabas a los animales? — Sandra soltó una sonrisa socarrona, pero sin dejar de ser la más lógica del grupo.

— ¡Sí, pero los insectos son otra cosa! — gritó Rocío.

Con el horror de las cucarachas finalmente resuelto (al menos temporalmente), el grupo decidió que ya era hora de hacer algo útil: Conseguir comida de verdad. Después de un desayuno improvisado de frutas semi verdes y cocos mal cortados, se reorganizaron.

Elena y Federico fueron designados como la "luminaria" del día, en plan de ayudar a calcular qué alimentos podían ser consumibles, mientras el grupo se organizaba en equipo de búsqueda. Algunos decidieron explorar la jungla para averiguar si había más comida comestible (y menos monstruos), mientras que otros se encargaban de mejorar el refugio.

Marcelo, que tenía claro que su papel en la supervivencia no iba a ser muy físico, decidió que su gran contribución sería mejorar la comunicación. Se sentó con Sandra, que se había convertido en su compañera estratégica de supervivencia, y empezaron a organizar una especie de "código de señales" para poder comunicarse a distancia. Mientras tanto, Ale, con su energía algo errática, había convencido a Rocío de que probara escalar un árbol de mango para encontrar frutos más sabrosos.

— ¡Si la rama se rompe, yo te pillo! — Ale gritaba desde el suelo, con una determinación inquebrantable. Rocío estaba a punto de caerse de nuevo.

— ¡Más que un mango, me caigo encima de ti y me muero en el intento! — grita Rocío, desde las alturas, mientras sigue balanceándose.

Pero entre las risas y el caos de la exploración, algo extraño ocurrió. De repente, un silbido fuerte resonó en el aire. No era un sonido natural. No era el viento ni el canto de los pájaros. Era algo... artificial.

— ¿Alguien más lo ha escuchado? — preguntó Ale, quien estaba aún colgada en el árbol de mango, mirando a todos como si fuera parte de un plan secreto.

Sandra se levantó rápidamente, su rostro ahora completamente serio:

— ¿Qué demonios fue eso? ¿Una señal de socorro? O... ¿un barco?

El aire se volvió tenso en un segundo. Todo el grupo dejó de moverse, y un silencio pesado cayó sobre la playa.

Pero la verdad era que nadie tenía respuestas. Solo más preguntas.

Elena miró al horizonte, donde el mar brillaba bajo la luz del sol.

— No me gusta esto —dijo, visiblemente tensa—. Si eso no es una señal de auxilio, podría ser una señal de algo mucho peor. Y no tenemos forma de averiguarlo.

El viento sopló más fuerte de lo normal, y todos se reunieron en círculo, mirando la distancia. Nada. El silbido había desaparecido.

Pero el día ya había cambiado de tono. La sensación de seguridad que habían tenido en la isla comenzó a desvanecerse, y en su lugar, una nueva preocupación se alzaba en el aire.

¿Quién más estaba en la isla?

¿O qué más?

INVENTARIO DEL GRUPO.

Después de una mañana de caos, risas y un par de intentos fallidos de lanzar cocos a las cucarachas, el grupo se reunió a la sombra de una palmera caída, lo que parecía el "campo de operaciones" provisional. Había que organizarse. No podían seguir a ciegas; el sol abrasaba, el hambre ya comenzaba a rondar y la amenaza de lo que fuera que había hecho ese extraño silbido rondaba en sus mentes.

Marcelo sacó una pequeña libreta, casi una reliquia, de su mochila, y con la cara seria escribió en ella:

Tela (de los restos del avión): Mucha tela. Parte de la que había sido el asiento de avión de algún pasajero. Útil para hacer refugios improvisados o vendajes, si llega a ser necesario.

Comida del avión: Un par de cajas de galletas y una bolsa de frutos secos. Muy poca cantidad, y nada de agua. Si siguen por este camino, podría convertirse en el gran tesoro de la isla.

Frutas de la isla: Mangos, cocos, algunas frutas que parecen bastante comestibles, aunque nadie sabe si son venenosas. Y aunque parecen deliciosas, hay que andar con cuidado, porque algunas pueden no ser lo que parecen.

Cuerda hecha de tela: Doble utilidad: como cuerda para atar cosas, hacer trampas o, en el peor de los casos, usarse para trepar, si se quiere intentar escalar algún árbol o llevar algún objeto pesado sin que se te caiga al mar.

Huesos de los cadáveres: La gente que no lo logró superar... los restos que dejaron. Aunque suene macabro, hay algunos huesos que podrían ser útiles para hacer herramientas rudimentarias o, si se quieren buscar señales de algo más... quizás sean parte de un misterioso propósito. Si hay algo que enseñan las lecciones de supervivencia, es que nada se desperdicia en una isla.

Hacha corta: No sabemos de quién es, pero ahí está. Es pequeña, pero suficientemente afilada como para cortar madera, abrir cocos y defenderse en caso de que sea necesario. En manos de cualquiera del grupo que sepa usarla, podría ser la salvación.

Navaja Stiletto: Una de las pocas cosas que sobrevive a lo largo de todo el caos. Tiene un filo afilado como un cuchillo de chef. Puede servir para muchas cosas: cortar, defenderse o incluso... tal vez, más adelante, como una pieza clave en una posible pelea.

2 Móviles Operativos: Sorprendentemente, dos de los móviles no se dañaron tanto. Ambos están casi sin batería, pero con un poco de suerte, tal vez puedan encontrar una señal. Si logran cargar uno de estos, la idea de escape podría volverse un poco más realista. Aunque sin cobertura... parece casi una ilusión.

Power-bank: Estaba entre las pertenencias de un compañero que no sobrevivió, pero ahora se convierte en un bien muy preciado. A lo mejor es suficiente para cargar los móviles... si logran encontrar algo de señal.

Cinta adhesiva: Una cantidad pequeña, pero valiosa. Puede ayudar a sellar cosas, hacer reparaciones rápidas en el refugio o incluso como herramienta para atrapar cosas o envolver heridas.

Dos cacerolas: Para cocinar lo que sea que consigan. Aunque probablemente se queden con el sabor de la fruta de la isla, al menos se tienen unas cacerolas para hacer algo digno de comer.

Restos del fuselaje del avión: Bastante dañados, pero útiles. Si logran romper algunos de los trozos más grandes de metal, podrían usarlos para hacer herramientas rudimentarias, como cuchillos improvisados, o incluso estructuras que les ayuden a construir un refugio más resistente. Sin embargo, el trabajo con metal no será sencillo, y sólo los más habilidosos deberán encargarse de esto.

Cuando Marcelo terminó de escribir, levantó la mirada y vio que todos estaban reunidos alrededor de la hoguera, con las vistas dispersas, mirándose todos a todos, esperando. Algo en el aire había cambiado desde la última vez que se reunieron: ya no solo era la lucha por sobrevivir, sino que algo más estaba en juego. Algo que no sabían todavía, pero que seguro terminarían descubriendo. Iván decidió levantarse, no era natural de el hablar con mucha seriedad, pero lo hizo.

— Chicos... tenemos que estar más unidos que nunca. — Iván se aclaró la garganta y miró a cada uno de ellos, ahora más enfocados. — Pero debemos estar alerta. Hay algo raro en esta isla, y no estamos solos.

Sandra asintió con seriedad.

— Eso es lo que me preocupa, Iván. Y además, ¿quiénes más están aquí? Alguien nos está observando.

El inventario no era mucho. Pero con lo que tenían, y sabiendo que las habilidades de cada uno serían clave para sobrevivir, el grupo tenía un leve atisbo de esperanza. Solo había que pensar en el siguiente paso.

Con todo esto listo, la supervivencia ya no solo era cuestión de comida, agua o refugio. La isla les guardaba más secretos de los que podían imaginar, y no serían los primeros ni los últimos en descubrirlos.

Pero por ahora, la prioridad era otra: conseguir más recursos. Y, claro, estar muy atentos a todo lo que viniera.

El sol ya se había desplazado varios grados cuando Rocío, armada con el hacha como si fuera una cazadora de Minecraft, intentaba abrir una sección del fuselaje para ver si encontraban algo más útil que maletas chamuscadas y revistas de seguridad. Marcelo, Amin y Ale la observaban desde una distancia prudente. Brenda estaba medio dormida, tapándose del sol con una camiseta rota, y Sandra intentaba diseñar un sistema de filtración de agua con cinta adhesiva y una botella cortada por la mitad.

—¡Dale ahí, Rocío! —gritó Aaron desde un tronco donde se comía un mango como si fuera un pollo asado—. Que seguro que ahí dentro hay algo útil, ¡o algún cadáver!

—¡A ver si me va a saltar una rata, gilipollas! —replicó Rocío mientras golpeaba.

De repente, del interior del fuselaje se oyó un ruido seco. Rocío se echó hacia atrás y apuntó con el hacha por instinto.

—¿Qué coño...?

Una tos, y luego una voz reconocible:

—¿Hola? ¿Estoy muerto o esto es un sueño feo?

De entre las placas retorcidas del metal, emergió una figura cubierta de hollín, con una ceja medio levantada, pelo alborotado y una sonrisa ligeramente confusa.

—¡JUANMA! —gritaron varios a la vez, incluso alguien dejó caer un mango.

—¿Pero cómo...? —preguntó Marcelo, acercándose.

Juanma se rascó la nuca, sacudiéndose la camiseta.

—Me desmayé. Me desperté con una bandeja de comida en la cara y una azafata encima. Me cagué encima cuando oí a Rocío pegando hachazos. Pensé que eran monos caníbales o algo así.

—¿Y tú también sobrevives? —dijo Sandra, entre aliviada e indignada—. Este accidente es como una puta broma cósmica.

—Me lo decía mi madre: "Juan Manuel, algún día tu cabezonería va a servir para algo". Pues hoy, mamá, he nacido otra vez.

Capítulo 3: Trabajos y avistamientos

El tercer día comenzó con una fruta mal pelada, un grito de Rocío por haber pisado algo viscoso, y Marcelo golpeándose el dedo chico del pie contra una raíz. Era oficial: estaban vivos, sí, pero ya nadie se levantaba con ese aire de milagro post-catástrofe. Ahora comenzaban los dolores musculares, el hambre, las discusiones por tonterías y las bromas para disimular el miedo.

—¡Grupo de cocina, espabilad! —gritó Claudia desde una roca, usando media sandalia como altavoz.

—¿Y tú qué haces además de gritar, generalita? —respondió Ariadna sin despegarse de la sombra.

—Supervisar. Supervisar es hacer.

En la improvisada "zona común", varios grupos trabajaban bajo el sol. Era una organización... funcional, más o menos. Brenda lo había llamado "la comuna playera" y Rocío propuso "Operación: no morirnos de hambre". Nadie votó, pero los nombres se quedaron.

Grupo 1: Recolección y corte de madera.
Cristian, Ivan, Aaron, Ale y Juan se internaban en el bosque cada mañana con palos, el hacha, y un nulo conocimiento sobre árboles. La mayoría volvían con ramas inútiles o cocos cerrados. Ale al menos tenía la decencia de traer algo que ardiera. Javier fue vetado tras intentar escalar un tronco descalzo y caerse.

Grupo 2: Cocina, fuego y comida.
Sandra, Nora, Amin, Julia y Rocío se turnaban para pelar fruta, hervir agua en las cacerolas, y mantener la hoguera encendida. Rocío quemaba más cosas de las que cocinaba, pero tenía energía de sobra. Julia se quejaba de todo, Nora proponía cosas pacíficas que nadie aplicaba, y Sandra tomaba decisiones como si fuera el Apocalipsis con protocolo escolar.

Grupo 3: Mapeo y exploración.
Marcelo, Brenda, Javier y Chavelis se adentraban un poco más en la isla. Con ramas marcaban caminos, dibujaban bocetos en una libreta recuperada de una mochila quemada y hablaban sobre todo... menos lo que les preocupaba de verdad. Brenda bromeaba con "hacer turismo" y Chavelis se quejaba del calor como si la isla fuera un centro comercial sin aire acondicionado.

Grupo 4: Red de pesca improvisada.
Federico, Ivan (cuando no iba al bosque), Juanma (recién descubierto), y Sandra por las tardes intentaban construir trampas y redes con cuerda de tela y ramas. Los peces parecían reírse de ellos. Juanma propuso usar huesos afilados como anzuelos. No funcionó, pero le ganó el respeto inmediato de Cristian.

Grupo 5: Manipulación del fuselaje.
Rocío (cuando no quemaba comida), Ale, Marcelo y Juanma se turnaban para desmantelar partes del avión. Con palos, la navaja y mucha fuerza bruta, conseguían planchas de metal, tubos y alambres. Juanma, con un entusiasmo que parecía sacado de un tutorial de YouTube, ya había separado tres piezas que según él "iban a ser útiles para algo que aún no sé".

El calor era insoportable, y aún así la rutina daba una sensación de seguridad. Hasta que Brenda regresó corriendo desde el bosque, sudando como si hubiera corrido un maratón.

—No estamos solos.

Todos se congelaron. Chavelis dejó caer medio coco. Sandra palideció.

—¿Cómo que no solos? —preguntó Javier, que ya tenía la navaja en la mano como si eso fuera a ayudarle contra un ejército.

—Vi algo. No un animal. Gente. Humo. Tienen hogueras. No vi caras, pero... no eran turistas, eso te lo aseguro.

—¿Qué hacían? —dijo Claudia, acercándose.

—Estaban como acampando, pero... de forma chunga. Vi una lanza. Y ropa rasgada. Y alguien me silbó.

Un silencio tenso llenó el campamento. Incluso Rocío dejó de toquetear el fuselaje.

—¿Nos vieron? —preguntó Marcelo.

—No lo sé. Pero si lo hicieron... no se acercaron. Aún.

Eso cambió la energía. Lo que era una isla desierta ahora se sentía como una partida de supervivencia con reglas ocultas. Y nadie sabía si el otro grupo eran supervivientes... o algo peor.

Esa noche, con una fogata pequeña y las estrellas tan cerca que casi se tocaban, cada grupo se recogió antes de lo normal. Ale y Sandra organizaron turnos de guardia, pero todos sabían que, si alguien quería atacar, ni diez chavales con palos les iban a salvar.

Juanma se sentó junto a Marcelo, los dos con las espaldas apoyadas en una roca caliente.

—¿Tú crees que nos matarán? —preguntó, sin dejar de mirar el fuego.

Marcelo tardó un poco en responder.

—No sé. Pero si lo intentan... yo qué sé, haremos una trampa con cocos, cinta adhesiva y huesos.

Juanma rió. Rocío, a lo lejos, gritó:

—¡Eso suena como un arma letal medieval!

Sandra bufó, pero no pudo evitar sonreír.

—Estamos fatal.

Pero no se movieron. Y en el fondo, todos sabían que algo estaba por cambiar.

Marcelo no durmió mucho esa noche. Se despertaba con cualquier crujido, cualquier susurro de hojas. Sandra, sentada a unos metros, aguantaba la guardia como si estuviera en una biblioteca maldita. Llevaba un palo afilado que parecía más simbólico que útil.

—Esto es como "El señor de las moscas", pero con más vapeo —murmuró ella.

Marcelo sonrió débilmente, sin quitar la vista del límite del bosque.

—Y más insultos sin sentido —añadió—. Y Rocío. ¿Cómo no se ha roto algo aún?

De fondo, Rocío discutía con Federico sobre si los peces podían ser atraídos con ruido. Nadie entendía el razonamiento, pero ella golpeaba una roca con una cuchara mientras canturreaba. Federico, paciente como siempre, solo asentía.

Por la mañana, el ambiente estaba más tenso de lo normal. Algunos apenas habían dormido, y otros se levantaban como si todo fuera normal, como Rocío, que apareció cargando una rama gigante que no cabía en ningún fuego.

—¡Tronchaco tropical, chavales! ¿Dónde lo dejamos?

—En tu imaginación, quizá —bufó Ariadna desde la sombra.

Sandra reunió a los grupos, esta vez sin gritar. Lo hizo como si fueran a repasar los deberes.

—Hay que mantenernos ocupados. Mismo reparto de tareas, pero más organización. Nada de adentrarse solos. Nada de separarse más de 100 metros. Si encontramos algo raro, volvemos y avisamos. Punto.

—¿Y si aparecen? —preguntó Nora, con voz baja.

—Entonces decidiremos. Por ahora, trabajamos. Como siempre.

Y así, entre bostezos, heridas pequeñas y chistes forzados, siguieron.

Ese día, el equipo del fuselaje tuvo una victoria pequeña pero emocionante: Ale y Juanma lograron arrancar una plancha de metal bastante grande del costado derecho del avión. Juanma, sudando como un atleta olímpico, la levantó como si acabara de ganar una medalla.

—¿Sirve para algo? —preguntó Brenda, escéptica.

—Si sobrevivimos lo suficiente, sí. Ya verás —dijo él, orgulloso.

Marcelo tenía una idea vaga de convertir esas placas en una especie de techo para proteger las mochilas y materiales. Ya no era solo "no morir", ahora se trataba de construir. Pensaban en a futuro. O al menos fingían que sí.

En el lado del río —ese pequeño riachuelo que descubrieron el día anterior y que apenas alcanzaba para llenar una cacerola—, Claudia y Chavelis intentaban lavar ropa con más voluntad que técnica.

—Esto va a oler a muerto aunque lo lavemos —gruñó Claudia.

—Peor si huele a muerto y a humedad —replicó Chavelis.

Julia, que estaba cerca, refunfuñó algo sobre cómo todo le picaba y que su camiseta favorita ahora parecía papel de lija.

A unos metros, Javier y Cristian usaban piedras para afilar huesos. No sabían muy bien por qué, pero les hacía sentir útiles. Cristian le daba forma a uno, mientras Javier lo miraba con una mezcla de admiración y cansancio.

—Si esto fuera un videojuego, ya tendríamos una lanza épica —dijo Javier.

—Y un medidor de cordura bajísimo —añadió Cristian.

Ambos rieron. Reír ayudaba.

A media tarde, cuando el sol empezaba a rendirse un poco, Rocío y Juan trajeron algo inesperado desde el bosque: una caja metálica con etiquetas en inglés, medio oxidada, que parecía de suministros del avión.

—¡Un tesoro! —gritó Rocío, como si fuera Jack Sparrow.

La caja tenía comida enlatada, una linterna sin pilas, y unas vendas algo húmedas. Sandra casi llora de emoción al ver el contenido.

—Guardamos esto como oro. No se abre todo de golpe —ordenó.

Federico, que apenas hablaba, murmuró algo mientras limpiaba la linterna con su camiseta.

—Esto nos puede durar semanas... o diez minutos, si Rocío lo abre con una piedra.

—¡Eh! ¡Una sola vez rompí una lata por diversión!

—¿Y explotó? —preguntó Brenda.

—Un poco.

La risa se esparció como una medicina no prescrita. Por unos minutos, el miedo quedó enterrado bajo bromas.

Al caer la noche, Marcelo anotaba mentalmente lo que tenían: algunas herramientas improvisadas, un campamento que resistía la lluvia, un sistema de vigilancia primitivo... y muchas preguntas. Pero algo había cambiado.

Ahora eran más que supervivientes: eran un grupo. Un caos controlado. Una banda de adolescentes medio rotos, medio geniales. Y todos, en el fondo, sabían que el miedo era una constante... pero también lo era la voluntad de seguir.

Juanma se acercó con una sonrisa algo idiota.

—Tío... ¿y si esto se vuelve como Lost, pero sin los osos polares?

Marcelo suspiró y sonrió.

—Entonces... más vale que nadie empiece a hablar con bolas de humo.

Ambos rieron. De fondo, una palmera crujió con el viento.

Y la noche cayó sobre la isla, sin respuestas, pero con fuego. Y eso, por ahora, bastaba.

Capítulo 4: Sin camiseta, con incertidumbre

El día empezó como los anteriores: calor, cansancio acumulado, y más chavales sin camiseta que en una excursión escolar al infierno. Rocío se quejaba de picaduras en los tobillos mientras usaba una hoja como abanico improvisado. Cristian y Aaron discutían sobre si con el calor podían asarse los huevos en una piedra ("técnicamente sí", decía Sandra, sin levantar la vista).

Pero lo importante esa mañana no fue eso.

Fue el momento en que Ale, agachado sobre una plancha de fuselaje a la que ya le habían sacado brillo, se levantó con el móvil operativo en alto y la pantalla casi quemando de la emoción:

—¡Lo tengo!

—¿El qué? —preguntó Marcelo, acercándose.

—Planos. De hachas. Improvisadas. Fusionando metal del avión con cuerda, madera y piedra.

—¿Funciona con hueso? —preguntó Cristian, levantando una ceja.

—En teoría. Aunque lo más estable es con remaches metálicos. Aquí pone que se puede doblar el fuselaje en caliente para hacer un mango curvo.

Ale ya estaba explicando el procedimiento con emoción técnica, mientras Brenda miraba con escepticismo y Juanma tomaba notas en una libreta improvisada hecha de servilletas del avión. El teléfono tenía apenas 30% de batería, y estaban conectados a la power bank como si fuera un respirador artificial. Pero eso no importaba. Era la primera vez que parecía que podían hacer algo real.

Mientras tanto, en el límite del bosque, Rocío y Javier discutían sobre si las huellas que habían encontrado eran de un jabalí... o de algo peor.

—Eso no es un jabalí, Javi. Tiene forma de bota.

—¿Y si es una bota de un jabalí?

—Cállate. No seas imbécil. Mira el talón marcado.

—¿Y si era un chaval de nuestro grupo? No sabes si Ale fue por aquí.

—Ya miré. Esa huella estaba fresca y no iba sola.

Javier se calló. Rocío tragó saliva, porque una cosa era bromear con el miedo y otra era verlo frente a ti. Huellas. Dos pares. Botas grandes. No eran de nadie del grupo.

Volvieron al campamento sin decir nada, pero se les notaba en la cara.

Por la tarde, Ale ya tenía dos planos dibujados a mano con anotaciones: una hacha doble con mango corto, y una lanza con base de aluminio y punta afilada. Parecía sacado de un videojuego post-apocalíptico. Juanma ya había empezado a moldear una punta usando una piedra como martillo. El avance era lento, pero emocionante.

Marcelo estaba cerca, observando todo como si el tiempo se hubiera detenido.

—Esto... esto es útil de verdad —murmuró.

—Sí —asintió Ale, sin dejar de dibujar—. Pero me da miedo por qué vamos a necesitarlo.

Al caer el sol, comenzaron a organizar la vigilancia de noche. Sandra, con un palo en la mano y una lista mental en la cabeza, formó parejas: Rocío y Cristian, Ale y Juanma, Brenda y Aaron, y ella misma con Marcelo. Tres turnos de dos horas. Suficiente para cubrir la madrugada.

—Si hay ruidos, no se enfrentan a nada —dijo Sandra, firme—. Se despierta al grupo. Si nos roban algo, lo asumimos. Pero no os lancéis como locos.

—Tarde —murmuró Rocío, haciendo girar su palo como si fuera un sable láser.

—Tío, esto parece ya una peli de zombis —dijo Javier, mientras Cristian asentía con cara de emoción.

Pero Marcelo notó que había tensión en los ojos de todos. Hasta los más echados para adelante no se reían igual. El descubrimiento de las huellas no se había contado aún al resto. Pero algo decía que todos lo intuían.

Esa noche, mientras Juanma mantenía el fuego vivo con ramas secas, vio algo extraño. Una figura lejana, apenas una sombra entre los árboles, agachada. No se movía como un animal. Era demasiado estática. Cuando alertó a Ale, la figura ya no estaba.

—¿Estás seguro?

—No sé. Igual era un tronco... —dijo Juanma, pero no parecía convencido.

Marcelo no durmió esa noche tampoco. A su lado, Sandra estaba despierta, con el palo apoyado sobre las piernas.

—No estamos solos —dijo ella.

Marcelo no respondió. Solo asintió, tragando saliva.

Y en la oscuridad, más allá del fuego, alguien o algo respiraba también.

A las tres de la madrugada, Brenda y Aaron tomaron su turno. El fuego languidecía, así que Brenda lo avivó soplando con una cartulina arrugada que decía "Menú vegetariano-gluten free". Aaron agarró la hacha en proceso—un cacharro feo de metal doblado y mango de rama—y la examinó con gesto incrédulo.

—Si nos atacan con esto, salimos en 1000 maneras de morir —murmuró.

Brenda soltó un bufido de vapor dulce al aire.

—Peor es nada. Además, intimida de lejos... si cierras un ojo y es de noche.

Aaron sonrió, pero al girarse hacia la orilla se le heló el gesto.

—Brenda... ¿ves aquello?

Sobre la arena oscura, justo en el borde donde llegaba la pálida luz de la hoguera, había marcas. No huellas dispersas, sino un rastro recto: algo o alguien había arrastrado peso en dirección al bosque. Brenda corrió a revisar el montón de recursos. Faltaban dos de las mejores planchas de fuselaje y un coco medio intacto.

—Nos han robado —susurró.

Tardaron treinta segundos en despertar a medio campamento. Rocío apareció en bragas, Cristian con un tronco como bate, Sandra calculando ángulos de ataque imposibles y Marcelo despeinado, móvil en mano, bloqueando la pantalla para ahorrar batería.

—¿Quién falta? —preguntó él.

Fe-de-ri-co. Dormía a pierna suelta. Nadie del grupo se había movido.

El descubrimiento desató la discusión.

—Hay que ir a buscarlos ya —exigía Cristian.
—Ni hablar, es de noche —contraatacó Sandra—. Solo sabrían que estamos asustados.
—¡Que estamos asustados! —gritó Rocío, blandiendo el mango pelado—. Me han quitado mi coco-almuerzo.

Marcelo levantó la voz más de lo habitual:

—¡Silencio! Sin sol no vemos nada. Nos dividimos, nos pierden... y adiós muy buenas. Volvemos al plan: guardias dobles, fuego grande, ruido si se acercan. Mañana rastreamos con luz.

Ale asentía; Juanma ya apretaba el metal de su proto-punta contra una piedra, afilándolo como si aquello fuera terapia.

Con el alba llegó la inspección. Cristian y Aaron siguieron el rastro hasta la espesura. Cincuenta metros dentro encontraron la plancha grande clavada entre raíces, como si alguien la hubiera soltado a toda prisa. No había señales del coco. Ni de los ladrones.

Pero hallaron algo peor: una cuerda de rafia azul, nudo corredizo, colgando a un palmo del suelo. Trampa clásica de tobillo. Cristián la tocó con la punta del palo y el lazo se cerró en un chasquido seco. No era obra improvisada de un adolescente.

Regresaron con la cuerda. Las caras lo decían todo.

—Nos han estado observando —concluyó Sandra.

—Y saben dónde estamos —añadió Nora, abrazándose los brazos—. Son cazadores... o viven aquí desde hace tiempo.

Un silencio espeso. Incluso Julia, siempre quejica, no soltó ni un "puaj".

Aquella tarde, el campamento se transformó en fortín:

Cristian e Ivan clavaron estacas en un semicírculo frente al bosque.

Ale y Juanma reforzaron el techo con más fuselaje y colgaron latas vacías a modo de alarma.

Brenda y Chavelis escondieron la power-bank y el móvil cargado dentro de una olla enterrada; solo Marcelo y Sandra supieron el lugar exacto.

Rocío, con la hacha chapucera, se auto-nombró "jefa de ruido disuasorio" y practicó tajos contra un tronco hasta que volaron astillas.

Entre martillazos y discusiones, se escuchó en la distancia el mismo silbido que Brenda oyó el día anterior: largo, modulando arriba-abajo, casi un canto. Ya nadie dudó de su origen humano.

—Mensaje de "os vemos" —dijo Javier, apretando los dientes. El recuerdo de la bala le latía en el pecho.

—Pues que miren —contestó Claudia—, pero si cruzan la línea... ardemos todos.

Marcelo sintió un nudo nuevo: el miedo se estaba mezclando con rabia. Y la rabia, lo sabía, lleva a decisiones estúpidas.

Anochecer rojo

Antes de que el sol tocara el horizonte, terminaron la primera lanza real: punta de metal afilada, mango de caña firme, atada con tiras de cinturón. Juanma la alzó como trofeo; Cristian soltó un grito tribal; Rocío quiso otra para ella pero Sandra la mandó a pelar mangos.

Cenaron poco: dos latas racionadas de "pollo estilo oriental" recalentado y fruta ácida. El sabor a lata vacía se mezcló con el olor a metal calentado y sal marina.

Cuando tocó el primer turno de guardia —Marcelo y Sandra—, el cielo estaba rojo sangre y el mar, negro. Ellos dos se sentaron espalda contra espalda, la lanza apoyada en la arena.

—¿Preparado para tu examen de Tecnología salvaje? —bromeó Sandra, voz baja.
—Me apunto a la recuperación si suspendemos —respondió él, apretando la lanza.
—No suspendas la vida, por favor.
—Haré lo que pueda.

Un crujido entre la maleza los puso en tensión. Luego otro. Y, de pronto, la misma nota de silbido, pero más cerca, casi a la altura de su campamento. Latidos en la garganta, nudillos blancos en la lanza.

Sandra inspiró hondo.

—No te muevas —susurró.

Marcelo tragó saliva. El fuego crepitó, las latas colgantes tintinearon con la brisa... y, al cabo de unos segundos eternos, el silbido se desvaneció entre hojas.

No hubo ataque. No esa noche. Solo un mensaje claro: estamos aquí, os vigilamos, y no pensábamos irnos.

Cuando el relevo llegó, Marcelo estaba seguro de dos cosas: 1) su mundo de vídeos de supervivencia jamás incluyó "psicología de hostiles", y 2) el capítulo realmente peligroso de esta aventura acababa de comenzar.

Capítulo 5: De redes, filos y pinchos

El amanecer aclaró un cielo turquesa que no combinaba nada con el humor del campamento. Dormían poco, hablaban bajo y se movían como un enjambre disciplinado: cada minuto sin mejorar defensas era un minuto regalado a los desconocidos que rondaban la jungla.

—Esta vez los peces no se ríen, se los juro —anunció Brenda, estirando la red de cuerda y tela remendada con cinta adhesiva.

El plan: meter trozos de mango demasiado maduros en bolsillos improvisados de la red y lanzarla desde las rocas donde rompía la resaca. Federico ató las boyas—botellines inflados—mientras Rocío hacía ruidos de "ñam-ñam" para "convocar" al pescado. Juan y Amin sujetaban la red por las esquinas, listos para el lanzamiento sincronizado.

—¡A la de tres!... ¡dos!... ¡uno! —gritó Juan, y el entramado voló descrestado hacia el agua.

Cayó con un "flop" sorprendentemente limpio. Todos contuvieron la respiración; un segundo, dos... las boyas se tensaron. Algo tiraba desde abajo. Rocío aulló de emoción, casi resbaló, y Brenda ordenó recoger con cuidado. Cuando la red emergió, traía dos peces plata-azulado del tamaño de un móvil grande... y la mitad del mango convertida en papilla.

—¡Cena proteica! —celebró Brenda.
—Cero glamour, pero diez de supervivencia —añadió Federico, empapado.

En tierra, Ale había convertido la esquina oeste del refugio en taller metalúrgico de barrio: planchas de fuselaje apoyadas en piedras, el hacha original como martillo, y el mango de la primera lanza a modo de yunque.

Marcelo desplazó refuerzos: Cristian, Ivan, Aaron y Juanma se unieron a moldear, perforar y doblar metal.

Cristian martilleaba ritmos de reguetón sobre una chapa incandescente.

Ivan cortaba tiras finas que luego serían clavos o anzuelos.

Aaron enfriaba piezas en un cubo de agua turbia ("temple versión isla", según él).

Juanma, feliz con chispas saltándole en la cara, probaba ángulos para un pico improvisado.

Sandra supervisaba los turnos de agua y sombra —uno de los pocos ratos en que no discutía con nadie— y Rocío, tras el éxito piscícola, apareció ofreciendo "lubri-pez" (grasilla de escamas) para que los filos deslizaran mejor. Ale se rió y la aceptó: fricción mínima, cortes máximo.

Mientras volaban chispas, Marcelo desplegó sobre la arena un diagrama digno de videojuego tower-defense: estacas de caña endurecidas al fuego, clavadas en ángulo hacia afuera, formando pasillos estrechos que obligaran a cualquiera a frenar y saltar. En la entrada principal marcaría un foso corto, recubierto de ramas huecas para que cedieran con el peso. No mortal, pero sí doloroso.

—No se trata de matar —explicó Marcelo a Nora y Elena, encargadas de suministrar vendajes—; es para ganar segundos. Si vienen hostiles, segundos son oro.

—Y para que Cristian presuma de parkour —bromeó Elena, apuntando medidas en su cuaderno.

Cuando el segundo lance de red salió del agua, traía cinco peces. Pequeños, sí, pero suficientes para levantar moral. Julia se burló de su olor "a húmedo y fracaso", pero fue la primera en limpiar vísceras bajo supervisión de Claudia, que insistía en "cocción lenta para no intoxicarnos". Sandra cronometró los 15 minutos de ebullición reglamentaria.

La cena resultante —sopa espesa de pescado, mango y un cuarto de galleta salada por cabeza—fue, según Cristian, "lo mejor desde la pizza del aeropuerto". Incluso Ariadna se permitió media sonrisa.

Al anochecer, la primera hilera de estacas quedó terminada: veinte cañas afiladas, puntas metalizadas, clavadas en arena compacta y apuntando al bosque. Tras ellas, el foso camuflado de un metro de largo, justo donde las latas-alarma colgaban de hilo dental recuperado de un neceser.

—Parece un festival medieval —dijo Brenda, admirando el set-up.

—Festival del susto —corrigió Sandra—. Yo dormiré mejor.

Marcelo, exhausto pero satisfecho, ensayó la ruta de entrada segura: paso corto, salto ancho... latas tintineando sólo un poco. Perfecto.

Como un reloj macabro, el silbido regresó con la primera oscuridad. Esta vez, dos tonos distintos, respuesta y eco. Las latas no sonaron; los desconocidos aún estaban lejos. Pero el simple sonido erizó pieles y clavó miradas en la negrura.

—Ya han visto los pinchos —susurró Nora.

—O los olerán mañana con luz —dijo Rocío, apretando la nueva hacha.

Marcelo respiró hondo, lanza en mano. Los pinchos, las trampas, las redes cargadas: todo avanzaba. Faltaba hierro, faltaba sueño, faltaba suerte. Pero por primera vez desde el accidente, tenían una línea que defender y herramientas para hacerlo.

El fuego crepitó; el pescado se terminó. Y en algún lugar entre la jungla y el mar, aquellos silbidos se mezclaron con el murmullo de las olas, como si la isla misma les recordara: la noche sólo acaba de empezar.

Capítulo 6: Acero, sangre y silencio

El sol comenzaba a ceder cuando Javier se deslizó entre las hojas. No era que le gustara desobedecer los planes del grupo, pero... cuando divisó desde lejos lo que parecían maletas medio abiertas y una parte del tren de aterrizaje entre las raíces, su instinto de explorador urbano —el mismo que lo llevó a meterse en obras abandonadas por Madrid— se activó.

El terreno era irregular, pero Javier era ágil. El único problema era el silencio.

Se detuvo.
Silencio. No el normal, no el de jungla. Era un silencio con peso, como si los árboles contuvieran el aliento.

—Tranqui... —murmuró, girando el cuchillo Stiletto entre los dedos como lo hacía con las llaves de casa—. Sólo voy a ver si hay algo útil.

Las ruedas del tren de aterrizaje brillaban apenas bajo las hojas, con maletas abiertas y metal doblado como papel. Dio dos pasos más, ojos puestos en una linterna caída entre la maleza.

Entonces lo oyó.

No fue un grito. Fue un resoplido corto, humano, de alguien que también estaba agazapado. Algo lo golpeó por el lateral. Un hacha pequeña silbó cerca de su oreja, errando el cuello por centímetros. El atacante cayó con él entre hojas secas.

Javier rodó, instintivo, el cuchillo en mano. Su atacante se levantó más rápido de lo que esperaba: pantalones rasgados, camiseta sin mangas, ojos hundidos y rabiosos. No tenía pinta de turista, ni de habitante. Parecía... hambriento. Encallado allí como ellos. O peor: acostumbrado a esto.

El primer tajo que dio Javier no fue certero, pero rozó el costado del desconocido, haciéndolo gruñir. El hacha volvió a levantarse, pero Javier era más rápido. Saltó hacia atrás, resbaló en la maleza, y rodó hacia la izquierda, protegiendo su abdomen con el antebrazo.

El tipo no hablaba. Ni una palabra, ni una advertencia. Solo una expresión: matar o morir.

El filo del hacha descendió con fuerza, pero quedó encajado por un segundo en la raíz de un árbol. Javier aprovechó. Se lanzó con todo el peso del cuerpo, cuchillo por delante, y le hizo un corte en el muslo al tipo, lo suficiente para hacerlo caer de rodillas. Ni siquiera gritó: solo apretó los dientes y trató de alcanzarlo.

Javier se incorporó como pudo y empezó a correr.

Sin mirar atrás.

Las ramas le golpeaban la cara. La humedad le nublaba la vista. Sentía sangre caliente bajándole por el cuello —¿era suya o del otro?— y la respiración le ardía en el pecho.

Al llegar a la zona de los pinchos, gritó:

—¡¡ALERTA!! ¡¡ME SIGUEN!! ¡¡UNO ARMADO!! ¡¡NO ES DE LOS NUESTROS!!

Cristian fue el primero en saltar del refugio. Brenda cogió la lanza que aún tenía barro en la punta, y Rocío agarró una de las cacerolas como si fuera un escudo. Ale, que martillaba en el fondo, dejó caer el metal con estruendo.

Javier cruzó los pinchos saltando en tres trancos, como si su vida dependiera de ello. Y probablemente, así era. Detrás, entre los árboles, una sombra paró en seco al ver las defensas. Luego retrocedió.

—¿Viste su cara? —preguntó Sandra, corriendo con un trapo para su cuello.

—No bien —jadeó Javier, tirado de espaldas en la arena, camisa rota, cuchillo lleno de barro y sangre seca—. Pero llevaba tiempo aquí. No hablaba. No parecía... civilizado.

El consejo improvisado se reunió esa misma noche. Los chavales más cercanos al fuego y los demás en torno, en un círculo tenso.

—¿Y si hay más? —preguntó Claudia, abrazando sus rodillas.

—Hay más. —dijo Ale con voz firme—. Y no buscan conversación.

Marcelo trazó una línea en la arena con una rama.

—A partir de ahora, nadie sale solo. Y menos sin armas.

—¿Y qué hacemos si uno de esos aparece aquí? —preguntó Ariadna, cruzada de brazos.

—Lo paramos —dijo Ivan, serio—. No vamos a morir porque otro loco quiera jugar al asesino.

Sandra miró a Javier. Él mantenía la mirada en el fuego, cuchillo en mano, la pierna vibrándole aún.

—Le corté —murmuró, casi como si no se lo creyera—. No sé si lo maté... pero no se detuvo. Solo se frenó cuando vio las trampas. Nos tienen miedo. Aún.

Esa noche, tres personas hicieron guardia a la vez. Uno cerca del agua, otro en las defensas, y otro con los planos de trampas nuevos que Ale empezaba a diseñar. El fuego no se apagó en ningún momento. Ni las voces. Hablaron toda la madrugada, en grupos de dos o tres. Nadie durmió más de dos horas seguidas.

Nadie quería cerrar los ojos del todo.

Y en el bosque, más allá de donde la vista alcanzaba, un silbido tenue se escuchó por última vez...
...pero esta vez no fue una señal.

Capítulo 7: La cabina y una captura

Les habría gustado amanecer con calma, pero el ataque a Javier había cambiado las reglas.

Nadie desayunó en silencio: la playa se llenó de voces nerviosas, golpes de martillo y el olor a grasa de pez recalentado. Javier caminaba con la camiseta rota y la herida del cuello vendada; juraba que se sentía bien, aunque cada dos frases le temblaban los dedos.

Marcelo convocó al grupo "de cabezas pensantes" —Sandra, Ale, Brenda y Claudia— y dibujó un círculo en la arena:

—La parte de cola está casi deshuesada; ya no queda metal gordo para herramientas. Pero la cabina sigue entera.
—¿Y? —preguntó Brenda, frotándose los ojos.
—En teoría, ahí dentro podemos encontrar:

La radio VHF o el panel de emergencia.

Fusibles, cableado y quizá baterías auxiliares.

Algún manual técnico que nos enseñe algo.

Sandra levantó la mano como en clase:

—Entrar es fácil; lo difícil será sacarlo sin que nos revienten los hostiles.

Ale golpeó la plancha de fuselaje que usaba de mesa:

—Cuatro personas, turno relámpago. El resto cubre per­ímetro. Si todo va bien, hoy mismo tenemos piezas para un radiotransmisor Frankenstein... o por lo menos más cables.

Cristian pidió ir —"por si hay que correr"—, pero se quedó de retén con Rocío y Juanma armando más lanzas.

El camino hasta el morro del avión solo llevaba diez minutos, pero se hizo eterno. Las palmeras parecían ojos, y cada sombra era una emboscada potencial. Al llegar, comprobaron que la puerta lateral seguía atrancada. Ale metió su barra de aluminio como palanca. Con un gruñido metálico, el panel cedió.

Dentro olía a plástico quemado y salitre. Luz apenas: el cristal frontal estaba cubierto de salpicaduras secas de espuma marina.
Sandra tragó saliva:

—Vale... busquemos la ETL (Emergency Transmitter Light) o cualquier cosa que ponga "COMM".

Marcelo abrió el compartimento superior y se maravilló: fusibles, relés, microinterruptores. Todo un buffet.

—Esto servirá de generador de chispas si lo puenteo —susurró, y empezó a llenar la bolsa de Brenda.

Ale se encaró al pedestal central; necesitaba desatornillar una pieza del panel de radio. Cada clic del destornillador de hueso era un latigazo a los nervios. Afuera, el bosque crujía.

Brenda, en la puerta, notó el cambio: ese silencio denso que Javier había descrito. Giró la cabeza: una silueta, 30 metros más lejos, semioculta tras el fuselaje. Bajita, encorvada... y con algo largo en las manos.

—¡Dentro! ¡Tenemos compañía! —susurró.

Sandra cerró la tapa del panel de un golpe. Ale arrancó el componente con un tirón final: circuito en mano, cable colgando y un destello de cobre.

—¡Fuera, ya! —mandó Marcelo.

Salieron en fila, espalda contra espalda. La figura no se movía; los miraba. Era un chico, quizá de su edad, sucio, con la cara pintarrajeada de barro. Anda descalzo. Un cuchillo curvo en la mano.

Marcelo levantó la voz, firme pero temblorosa:

—No queremos pelea. Nos vamos.

El chico ladeó la cabeza, sin respuesta. Luego silbó una nota baja y gutural.
La misma clave que había helado la noche anterior.

Desde el bosque contestó otra nota, más grave.

Brenda tragó saliva.

—Plan B: correr.

El chico no los siguió. Se limitó a observar cómo retrocedían, paso corto, hasta perderse entre los árboles. Cuando el avión quedó atrás, Marcelo soltó el aire que ni sabía que retenía.

—¿Habéis visto lo que traemos? —intentó bromear Ale, dejando el panel de radio sobre la mesa de planchas.

Pero la tensión se tragó los aplausos. Cristian, Rocío y Ivan colocaron vigilantes dobles sin esperar órdenes. Federico escondió el móvil cargado todavía más profundo bajo la arena. Elena revisó la venda de Javier por tercera vez.

Sandra explicó la escena:

—Están organizados. Usan silbidos de llamada-respuesta. Nos dejaron ir porque— (miró a Marcelo)— o bien era una trampa, o nos usan de espantapájaros mientras saquean otro lugar.

Marcelo desplegó los nuevos tesoros: fusibles, transformadores, un "COMM 2" a medio destrozar, y sobre todo un par de baterías de emergencia Ni-Cd. Pequeñas, pero un milagro comparadas con la power-bank moribunda.

—Si consigo que una dé 12 V estables, puedo alimentar la antena del móvil o improvisar un "walkie" de corto alcance —explicó.

Claudia tajó el aire con un coco vacío:

—Primero vivamos lo bastante como para encenderla, ¿vale?

No llegó la noche cuando la alarma de latas tintineó. Rocío gritó "¡Oeste!" y todo el campamento se volcó. Cristian, con la lanza, vio primero: una mano ensangrentada arrastrándose por la arena, más allá de la línea de pinchos. Era el chico del fuselaje. Caminaba a gatas, sin cuchillo, con la pierna tajada —¿la herida de Javier?— y los ojos en blanco.

Víctima, no atacante.

—No no no no... —susurró Juanma—. Es un mensaje.

Marcelo levantó la palma: nadie saltó los pinchos. El chico murmuró algo en un idioma que ninguno entendió. Cayó de lado, exhausto. Tras él, en la frontera del bosque, apareció otra figura: más alta, cuerpo pintado de rojo terroso, el hacha de mano que casi mató a Javier aún goteando. No se acercó; levantó el arma hacia el cielo... y la dejó caer dando media vuelta.

Después, silencio. Solo el jadeo del muchacho herido a unos metros de las estacas.

—Si lo dejamos, muere —dijo Nora, en shock.
—Si lo rescatamos, abrimos la puerta de entrada —replicó Ale, todavía sudando adrenalina.
—Es un chaval como nosotros —argumentó Sandra, mirando a Marcelo.
—O un espía —apuntó Ariadna—. Nos mató un coco y una plancha; quién sabe qué más.

Cuarenta segundos. Marcelo sintió el cuchillo de la responsabilidad:
¿Ser héroes o ser cautos?
Recordó la bala en el pecho de Javier, el miedo en la garganta de Brenda, la risa lejana como un silbido roto.

—Lo vendamos y lo atamos —decidió—. Preguntaremos. Si miente, se va. Pero no somos asesinos.

Cristian y Rocío formaron puente con dos tablones, empujaron al chico herido dentro sin pisar pinchos. Elena ya preparaba el botiquín. La noche empezaba a caer... y con ella, un murmullo de guerra rondaba fuera de la línea de estacas.

Javier, apretando el Stiletto, susurró para nadie:

—Curiosidad mata... pero no hoy.

Y en la penumbra, mientras el fuego crecía y un extraño desconocido sangraba sobre la arena, la isla se encogió: más pequeña, más peligrosa, más real.
El capítulo de la supervivencia había terminado. Empezaba el capítulo del cerco.

Capítulo 8: Вопросы (Preguntas)

El chico colgaba del travesaño principal de la choza, las muñecas atadas con cuerda de tela, los pies a un palmo del suelo. Había recobrado el sentido después de que Elena le limpiara la herida del muslo y Brenda le echara medio tapón de agua hervida en la boca —"para que no se nos muera antes de hablar". Ahora temblaba, exhausto, pero consciente.

Bajo la sangre seca y el barro, la piel era clara, casi traslúcida. Cuando Sandra le limpió las mejillas con una toalla, apareció un color rojizo en la punta de la nariz quemada por el sol y unos ojos gris verdoso que saltaban de rostro en rostro, alerta.

Marcelo se acercó despacio, móvil en mano; la batería marcaba 23 %. Abrió la app offline de traducción que Sandra había cargado cuando aún tenían cobertura pasajera.

Kak tebya zovut? —pronunció, con acento de vídeo de YouTube.
El chico parpadeó y murmuró algo entrecortado; la app soltó un pitido y escupió en pantalla: "Me llamo Maksim."

Rocío silbó:

—Vale, punto para Marcelo Políglota.

Se colocaron en semicírculo: Cristian con la lanza, Ale junto a la entrada, Sandra tomando notas, Nora y Elena cuidando el vendaje, y el resto alternando entre caras duras y miradas de curiosidad infantil. Hasta Julia dejó de quejarse del calor para cuchichear con Claudia sobre "lo mono que sería si no apestara".

Marcelo habló despacio:

—¿Cuántos sois en tu grupo?
Maksim tragó saliva.
La traducción apareció: "Éramos quince. Ahora... menos."

Javier gruñó:

—¿El del hacha? Ese no parecía de tu equipo de fútbol, colega.

Maksim entendió el tono, no las palabras. Cristian alzó la mano en señal de calma y Marcelo volvió a traducir pregunta:

—"¿Ese hombre es vuestro líder?"
"Ruslan. Antes ingeniero. Ahora... jefe."
—¿Hostil? —preguntó Ale.
La pantalla: "Miedo. Mata para comida, para poder."

Un escalofrío recorrió la choza. Ariadna dejó escapar un "lo sabía" casi inaudible.

Sandra abrió una lata de snack, partió media galleta y la acercó a los labios de Maksim. Él la devoró como un animal hambriento.

—Vale, informa, muchacho —dijo Claudia—. Ruso o marciano me da igual; ¿qué queréis de nosotros?

Marcelo tradujo en dos partes. Maksim soltó una retahíla rápida; la app tardó un segundo en procesar:

"Desmontáis metal. Ruslan lo necesita para barco. Planea costear isla hasta tierra grande. No le gusta esperar."

Brenda frunció el ceño:

—¿"Barco"? ¿Dónde ha visto un astillero este tío?

—Quizá el fuselaje —aventuró Federico—. Flotaría si lo sellan.

—O nosotros como mano de obra —añadió Aaron.

Maksim los miraba perplejo ante el murmullo español. Rocío apretó el mango del hacha:

—Dile que Ruslan se va a quedar sin mano de obra si vuelve esta noche.

Ivan, siempre calmado, planteó en voz alta:

—Si están montando algo grande, pronto vendrán a por las baterías o por más chapa. Tenemos que mover nuestro campamento.

Julia al fin habló:

—¿Y llevar colgado al blanquito? Demasiado peso muerto.

Nora se adelantó:

—No le llaméis así. Se llama Maksim y nos está dando información.

Amin asintió:

—Podemos aprender rutas, trampas, jerga de silbidos. Vale más vivo.

Cristian giró la lanza en el suelo:

—Pero si su banda lo ve de rehén, atacarán sin pensarlo.

El run-run subió de volumen. Marcelo levantó el móvil como si fuera un semáforo:

—¡Stop! Antes de votar, más datos.

En la arena, Sandra dibujó la costa con un palo. Marcelo pidió localización; Maksim, aún colgado, señaló con la cabeza tres veces. Cada gesto, traducido:

"Campamento de Ruslan: aquí, parte norte, cueva grande."
"Dos vigías: aquí, aquí."
"Almacén de metal: cerca de río, escondido."

Ale marcó cruces. Cristian chistó:

—Estamos a un kilómetro, máxima. Podríamos raidearlos antes de que acaben su barquito.

—O podríamos negociar evacuación conjunta —sugirió Elena, ganándose miradas incrédulas.

—¿Con un loco homicida? —soltó Rocío—. Paso.

La batería bajó a 20 %. Marcelo lanzó la última pregunta, directa:

Pochemu ty spas? —¿Por qué escapaste?

"Porque ya no somos personas. Somos piezas. Yo no quiero matar por tabla de metal."

Un silencio pesado se instaló. Maksim bajó la vista; dos lágrimas embarradas le resbalaron por la nariz.

Sandra cerró la libreta.

—Bien. Mi voto: lo descolgamos, le vendamos la pierna bien y lo vigilamos. Nos sirve guía.
Cristian gruñó pero no discutió.
Rocío murmuró: —Que nadie se olvide de quién trajo el hacha primero.

Marcelo guardó el móvil: 19 %. Decidieron: Código Ámbar. Vigilancia doble, Maksim atado con libertad limitada, y al amanecer patrulla de reconocimiento hacia la cueva. Nadie saldría sin arma metálica.

Mientras Alec terminaba de reforzar los nudos al techo con cinturones de avión, Maksim susurró algo; Marcelo acercó el móvil:

"Si Ruslan ve pinchos... atacará fuego y noche. Mucho fuego."

En la oscuridad, Cristian añadió leña al brasero central. Las chispas subieron, rojas y vivas, perdiéndose bajo el techo de palmas.

Fuego y noche.
El mensaje quedó flotando entre crujidos de madera y respiraciones tensas.
Cada uno lo guardó donde caben los miedos grandes: ese espacio entre el estómago y la garganta, donde arde la adrenalina... y donde se decide, en silencio, cuándo luchar y cuándo huir.

La isla ya no tenía fantasmas.
Ahora tenía nombres.
Y el amanecer prometía ver sus rostros.

Capítulo 9: Un caimán, tres acentos y un diccionario roto

Maksim estaba libre. Más o menos.

No tenía armas, ni acceso al fuego principal sin supervisión, ni permiso para caminar más de diez metros sin que alguien —generalmente Javier o Claudia— le siguiera como una sombra. Pero no estaba atado, dormía bajo techo, y esa mañana incluso le dieron su propia cacerola de arroz con fruta asada.

La sensación de tensión disminuyó, pero no se extinguió. Quedó como un zumbido leve, una presencia constante que ya se había vuelto parte del paisaje. Como el olor a humo. O las picaduras.

Marcelo lo observaba desde una roca mientras arreglaban con Brenda una de las redes de pesca. Maksim parecía tranquilo, agachado junto a Nora mientras intentaba pronunciar algo parecido a:

"Yo... tengo... hambre... de... chistorra."

—¡No! —soltó Rocío desde lejos, agitando una rama—. ¡No le enseñéis esas cosas!

—Mejor eso que "yo soy un cuchillo" —dijo Ale, que venía cargado con una rama larga que pretendía convertir en lanza.

—Eso fue Javier —aclaró Elena—. Le pareció "divertido".

En la otra punta del claro, Aaron había salido a explorar solo. Llevaba dos días frustrado: mientras otros hacían herramientas, dibujaban mapas o montaban sistemas de recogida de lluvia, él solo había conseguido asustar a un lagarto y casi caer en una madriguera.

Pero esa mañana fue distinto.

Lo vio junto al río: un pequeño caimán, de no más de metro veinte, tomando el sol sobre un tronco. No era enorme, pero tampoco era una lagartija. Estaba lo suficientemente cerca como para ser una amenaza... o una comida.

Aaron tragó saliva y recordó el plan de Cristian: apuntar detrás de los ojos. Iba armado con una lanza de madera, afilada con metal del fuselaje y asegurada con cinta adhesiva. Lenta y cuidadosamente, se colocó al borde del río. El caimán alzó la cabeza.

—Vale, vale... tú tranquilo, yo tranquilo... —susurró.

Y entonces gritó:

—¡ALLÁ VAMOS!

La lanza salió despedida... y se le escapó antes de tiempo, rebotando en una piedra y lanzándose al agua como un torpedo torcido.

El caimán chilló (¿chillan los caimanes?) y salió disparado río abajo. Aaron, sin pensarlo, saltó detrás.

—¿Eh, alguien ha visto a Aaron? —preguntó Claudia.

—Estaba con lanza y mirada de loco hace un rato —dijo Javier.

—¿Otra vez con lo del "instinto primitivo"? —gruñó Rocío.

Marcelo ya estaba de pie, señalando hacia la línea de árboles. Al poco rato, lo oyeron: primero un chapoteo, luego una voz inconfundible:

—¡¡LO TENGO!! ¡¡LO TENGO... AH, NO, QUE ME TIENE A MÍ!!

Todos salieron corriendo. Lo encontraron a orillas del río, empapado, enlodado y con la lanza clavada en la cola del caimán, que se debatía como una batidora rota. Aaron se había subido al tronco de donde había salido el bicho, gritando maldiciones entre dientes.

Cristian, con medio grupo detrás, se acercó despacio.

—¿Pero tú estás... loco?

—¡Está herido, solo hay que rematarlo!

Brenda bufó:

—¿Quieres hacerlo tú o lo voto para cena?

Javier acabó la escena con un tajo certero, Stiletto en mano. El caimán dejó de moverse, y Aaron levantó los brazos como si hubiera marcado un gol.

—¡Comida para todos! ¡Gracias a mi visión y reflejos felinos!

—Y a tu estupidez anfibia —añadió Rocío.

4 | Clases de español para eslavos

Mientras Elena y Claudia revisaban al caimán, Maksim se sentó con una libreta y un lápiz. Sandra tomó el rol de profesora.

—Vale, palabras básicas. "Agua".
—A-gua.
—Bien. "Comer".
—Cooo-mer.
—"Peligro".
—Peligre.
—Casi. "Trampa".
—¿Tram-pa?

—Esa sí la aprendió rápido —bromeó Ale.

—"Javier está loco".
—¿Ja-bie... loco? —dijo Maksim, dudando.

—¡No! ¡¡Eso no!! —protestó Javier desde donde desollaban el caimán—. ¡Que no aprenda eso primero!

Rocío, sin contener la risa, dictó otra:

—"Claudia manda más que nadie".

—¡Oye!

Marcelo se acercó y corrigió el rumbo:

—Venga, en serio. "Amigo".
—A-mi-go.
—"Nosotros".
—No-so-tros.

Sandra miró a Marcelo de reojo.

—Vale, va pillando rápido. Aunque tiene pinta de hablar tres idiomas más que nosotros.

—Probablemente.

—¿Y si miente?

Marcelo guardó silencio unos segundos.

—Si miente... lo sabremos. Por ahora, mejor que esté aquí. Nos da tiempo. Y ese es el recurso más valioso.

La noche cayó con humo aromático y estómagos llenos. El caimán fue más comestible de lo esperado, aunque las partes gelatinosas no entusiasmaron a nadie excepto a Maksim, que se lo comía con verdadera devoción.

A la luz del fuego, Cristian vigilaba el bosque. No parecía haber movimiento. Rocío dormía con medio cuerpo fuera del saco. Brenda dibujaba el río en un cartón de embalar, usando carboncillo.

—Eh, Maksim —dijo Marcelo, justo antes de dormirse—. ¿Cómo se dice "familia" en ruso?

Maksim sonrió. Murmuró una palabra suave, casi una canción:

Sem'ya.

Marcelo la repitió, medio dormido.
A su alrededor, una docena de chicos y chicas roncaban, murmuraban o soñaban en silencio.

En ese momento —solo en ese instante cálido, rodeado de brasas y cansancio—, la isla no era un lugar hostil.
Era un refugio.
Temporal, torpe, remendado.
Pero refugio, al fin y al cabo.

Capítulo 10: Viernes negro

Maksim despertó con un espasmo y la voz quebrada:

Segodnya vecherom. Esta noche.
Ruslan había prometido volver «con fuego». Y si Ruslan prometía, cumplía.

No había sol suficiente para secar el rocío cuando Marcelo declaró código Rojo-Oscuro: todo el campamento en modo defensa.
Ale y Juanma apilaron más planchas de fuselaje tras la valla de pinchos; Cristian, Ivan y Aaron clavaron nuevas estacas en zig-zag; Rocío y Brenda prepararon frascos con grasa de caimán y arena, mezcla pegajosa lista para prender.
Javier, vendaje apretado y Stiletto en la cintura, repetía en bucle: «Recordad: no se avanza, se mantiene».

A las 18:32 el cielo se tiñó de ámbar. Aarón vio el primer fulgor en la linde: antorchas.

Luego el silbido triple; no uno sino tres tonos. Ruslan traía coro.

—Que vengan —masculló Cristian, alzando la lanza.
—Y que tropiecen —añadió Sandra, tirando de la cuerda que levantaba el puente-tablón sobre el foso.

El campamento contuvo el aliento.
Silencio.
Crujido.
Grito.

El primer atacante cayó en la barrera de cañas; la punta metalizada le atravesó el muslo. Un segundo saltó y se enganchó en las latas-alarma: tintineo agudo, chispa de pánico. Derramó la antorcha sobre las hojas secas y el perímetro se iluminó como una traca.

—¡Ahora! —bramó Ale.

Rocío arrojó un tarro de grasa encendida: explosión viscosa en medio de dos figuras. Una rodó envuelta en llamas; la otra retrocedió aullando.
Cristian, rápido como siempre, clavó su lanza en el costado de un tercero que embestía con pala oxidada. El hostil cayó sobre las estacas y no se levantó.

Maksim, palidecido, escudriñaba la oscuridad:

—Ruslan... idyot... derecha.

Javier lo oyó. Giró, vio al jefe —más alto, pecho pintado de rojo barro— avanzar con un hacha corta de mango negro. Ruslan saltó el foso con una agilidad espeluznante y aterrizó dentro del semicírculo.

El fuego reflejaba un rostro curtido, ojos hundidos, sonrisa pequeña. No habló; balanceó el hacha hacia Javier.
Metal contra metal: Stiletto desvió el primer tajo, pero el segundo rasgó la camiseta y la piel del costado.

Antes de que Ruslan rematara, Ivan embistió desde un lado; Aaron, desde el otro. La viga de caña que portaban a modo de ariete golpeó al líder en la espalda y lo lanzó contra la arena. Ruslan rodó, se incorporó... y se encontró con la punta del hacha improvisada de Ale directa al hombro.

Carne, crujido. Ruslan retrocedió, sangre oscura salpicando el fuego. Ni un grito: sólo una mueca de sorpresa.

—¡Fuera! —rugió Ale, temblando.

El líder reculó varios pasos hasta el borde del foso, tambaleante.

En la línea exterior, dos hostiles más cayeron: uno sobre pinchos, otro envuelto en la grasa ardiente. Los demás, viendo a Ruslan herido, soltaron silbidos frenéticos de repliegue.
Entre llamaradas y humo espeso, las sombras se disolvieron en la selva.

Cristian quería perseguir; Sandra le agarró del brazo:

—¡Orden de no salir! ¡Es su terreno!

Ruslan, último en retirarse, apoyó el hacha en el suelo y lanzó una mirada que era odio puro... y miedo. Luego se perdió entre los troncos.

CONTROL DE DAÑOS

Aliados

Javier: corte profundo en costado (no vital).

Aaron: quemadura leve en antebrazo.

Claudia: raspón por caída.

Sin bajas.

Hostiles

2 muertos confirmados (pinchos + fuego).

1 grave (estaca muslo) arrastrado por los suyos.

Ruslan: herida penetrante en hombro.

El fuego exterior fue sofocado a paladas antes de que alcanzara la choza. El campamento entero olía a grasa quemada y metal caliente; la arena, manchada de vetas negras y rojas.

Sentados en círculo a medianoche, nadie hablaba. Sólo se escuchaba el chisporroteo de un tronco y el leve sollozo de Julia —descarga tardía de adrenalina. Rocío se acercó con media sonrisa temblorosa, le puso un coco en las manos y murmuró «primera línea de guerra, nena».

Elena remendó a Javier bajo la luz parpadeante; cada puntada hacía mella en el silencio. Maksim observaba con ojos enormes, sin atreverse a moverse del rincón asignado.

Marcelo levantó la vista al grupo:

—Nos han probado. Les hemos costado sangre.

—Y volverán con más —replicó Sandra, sin levantar la cabeza de los vendajes.

—Pero ahora saben que sangran —sentenció Ale, la hoja de su hacha tintada de marrón seco.

Ninguno sonrió. Era un dato, no un consuelo.

A última hora, Cristian puso troncos nuevos en la hoguera central:

—Que vean la luz toda la noche. Que vean que seguimos aquí.
—Y que vamos a estar listos —añadió Ivan, clavando la lanza en la arena como estandarte.

El resplandor anaranjado se alzó recto al cielo sin luna. Desde la selva llegó, difusa, una única nota de silbido.
Nadie se movió.
La nota se repitió, más lejana, luego nada.

Marcelo apretó el mango del Stiletto que Javier le había prestado para la guardia. «Viernes negro», pensó. Porque el color de la noche ya no era sólo oscuridad: era ceniza, sangre seca y humo... y también la determinación de un puñado de adolescentes que habían decidido no ceder un metro más.

La tormenta no había terminado.
Pero ellos tampoco.

Capítulo 11: Caras conocidas

Tras el "Viernes negro" la arena seguía sembrada de tizne y clavos de caña rotos.

Sandra repasaba la lista de heridos, Rocío inspeccionaba los pinchos y Cristian calculaba —a ojo— cuánta leña quedaba. El silencio pesaba, pero era un silencio vivo: ellos seguían allí.

A media mañana sonó un silbido diferente, un «¡fiu-fiu!» que ninguno de los chicos había usado nunca. Brenda—la más espabilada después de la pelea—gritó:

—¡Movimiento al norte... y llevan bata blanca!

Tres figuras emergieron entre las palmeras, blandiendo una camisa amarilla como bandera improvisada.

Ángel De la Chica, profesor de Historia: casi dos metros, gafas torcidas, camiseta destrozada y un palo a modo de bastón.

Valenzuela, don Biología y Geología: bajito, barba canosa, arrastrando una maleta de equipo de campo.

Nicolás, Monsieur de Francés: cigarrillo apagado en la comisura, otra maleta colgando y la camisa manchada de humo.

En cuanto cruzaron la línea de estacas, el campamento explotó en un coro:

—¡PROFEEEEE!

Otro vuelo, mismo destino.
­Los profesores no iban en el Boeing 737; su avión chárter —más pequeño— despegó con retraso por un problema de combustible. Iban apenas quince personas a bordo.

Segundo siniestro.
­Un fallo eléctrico durante una tormenta tropical les obligó a un amerizaje forzoso en la costa noroeste de la isla, a unos cuatro kilómetros de donde 2.º B se hundió entre palmeras.

Mini-campamento docente.
­Durante cuatro días vivieron con nueve supervivientes adultos. El grupo se fue disgregando: dos murieron por heridas, otros se internaron en la selva y nunca regresaron.
Ángel, Valenzuela y Nicolás aguantaron juntos: "Historia, Ciencia y Francés: la Santísima Trinidad", bromeó Ángel, levantando las cejas tras los cristales rotos.

El eco del "Viernes negro".
­La noche anterior escucharon gritos, látigos de fuego y el cra-cra de metal; supieron que era una pelea de humanos, no de animales. Al amanecer siguieron el humo y dieron con la línea de pinchos.

Coco-Wilson edición Ángel.
­Como trofeo de salud mental, Ángel llegó cargando un coco al que había tallado una cara sonriente con la punta de una roca.
—Se llama Forrest —anunció al mostrarlo, tan serio que costaba distinguir si era chiste o ritual.
Valenzuela susurró a Sandra que el profe llevaba tres días hablando con el coco en voz baja —"mejora la resiliencia", juraba—.

La mayoría de alumnos —acostumbrados ya al modo "desconfía de todo"— saludaron a los profes con un gesto distante y volvieron a sus tareas: reforzar pinchos, avivar brasas o afeitar estacas chamuscadas.
Solo Sandra, Rocío y Marcelo se quedaron cerca a ellos, lanzando preguntas a borbotones:
—¿Queda alguien de tu vuelo?
—¿Qué comíais?
—¿Por qué no vinisteis antes?

Ángel, con Forrest bajo el brazo como si fuera minibalon de basket, contestaba divertido; Valenzuela sacó cascarillas de semillas para explicar métodos de filtrado; Nicolás, cigarro apagado colgando, reía:

—En Francia, a esto lo llamamos grande aventure, mes enfants.

Mientras tanto Cristian e Ivan, sin decir palabra, seguían tallando la lanza número tres. Javier, a distancia prudente, evaluaba el filo del Stiletto. Brenda alzó una mano a modo de saludo, pero volvió al banco de trabajo de la red de pesca.

Maksim, que nunca había tenido profesores tan... peculiares, observaba fascinado a Ángel conversando con su coco. Cuando le preguntó qué significaba Forrest, Rocío explicó:
—Una peli vieja. Una pelota de vóley que se volvió amiga...
—Era un coco —corrigió Ángel, muy serio—. Hollywood lo cambió. El coco es más nutritivo.

Maksim abrió mucho los ojos.
—Nutritivo... y amigo —repitió, apuntándose la palabra "amigo" otra vez.

Ángel colocó a Forrest-el-coco sobre un tronco como si fuera grabadora antigua.

—Vale, tropa —dijo, acomodándose las gafas torcidas—, explicad a estos veteranos novatos qué diablos está pasando aquí.

Marcelo tomó la palabra con un palito y la arena como pizarra:

Cronología express

Día 0 Crash de nuestro Boeing en playa Sur.

Día 1-2 Campamento, heridas leves, primeros pinchos.

Día 3 Primer robo nocturno → descubrimos grupo hostil liderado por Ruslan.

Día 4 "Viernes negro": ataque frontal, dos hostiles muertos, su líder herido.

Hoy (Día 5) Llegada de vosotros tres desde el "vuelo 2".

Mapa rápido
Sandra dibujó un óvalo:

Playas Este y Sur ➜ nuestras defensas.

Selva Noreste ➜ cueva / taller de Ruslan (a 1 km).

Fuente ➜ riachuelo que estamos desviando.

Cola de avión ➜ desguazada; Cabina ➜ ya pillamos baterías.

Recursos

Metal ligero, planchas, dos cacerolas.

Hachas y lanzas artesanales (3 listadas, 1 en forja).

Electrónica: móvil A 18 % + power-bank 20 %, baterías Ni-Cd.

Comida: fruta, caimán (cuando Aaron se emociona), pececillos, snacks residuales.

Botiquín básico + remedios herbales (¡territorio profe Ángel!).

Amenazas

Ruslan (herido hombro), entre 8 y 10 seguidores capaces.

Silbidos códigos (tres tonos: llamada, respuesta, retirada).

Trampas de lazo y hachas cortas.

Posible botadura de "barquito" metálico pronto.

Normas que NO podemos romper

Nunca salir solo ni de noche.

Guardias triples tras ocaso.

Refugio iluminado —fuego como faro y aviso.

Máximo respeto al agua potable: hervir mínimo 5 min.

Máximas: "Si sangra, para; si silba, avisa; si duda, no cruces."

Nicolás se quitó el cigarro, impresionado:

—Organizados comme une petite armée.

Valenzuela palmeó la maleta de geólogo:

—Pues añadid norma de calcita: el canal de agua debe abrirse más antes de la noche; con la pendiente correcta, inundamos su cueva en 48 h.

Rocío levantó la mano cual alumna aplicada:

—Y yo añado la norma "si Ángel habla con Forrest, nadie se burla".
Risas en círculo; Ángel alzó el coco solemnemente.

Javier, serio, cerró el informe:

—En resumen, profes: Bienvenidos a 2.º B versión "modo supervivencia". Ayudad, pegad fuerte si vuelven, y no intentéis ser héroes solitarios: ya tenemos suficientes cicatrices.

Ángel guiñó un ojo:

—Históricamente, las revoluciones las ganan los colectivos. Tomo nota.

Nicolás encendió su pitillo con chispas de la hoguera:

—Alors, mes élèves, ¡à travailler! La clase continúa.

Valenzuela se remangó:

—Y que empiece el laboratorio... de la selva.

Con las reglas claras, los roles asignados y tres nuevos adultos integrados —más un coco con cara que ahora era mascota oficial— el campamento dio un paso de caos improvisado a pequeña comunidad fortificada.

Capítulo 12: Aliados mas no amigos

El sol colgaba sobre las copas de las palmeras como una linterna inmóvil, y por primera vez en días, no había gritos, ni cuchillos, ni huellas nuevas en la arena. Sólo el sonido del agua goteando en la olla principal, del viento suave agitando las lonas y de Sandra anotando cosas como si su libreta fuera la Constitución del nuevo mundo.

—Tenemos que hablar de lo importante —dijo Rocío, sentada sobre un tronco, mascando algo que juraba que era mango—: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí sin matarnos entre nosotros?

Cristian levantó la mano, con la actitud de quien ha sobrevivido a una guerra y quiere dejarlo claro:

—Yo me pregunté lo mismo el día que vi a Juan compartiendo plátano con Javier sin soltarle una colleja.

Juan, que estaba afilando una lanza con un hueso plano, ni se inmutó:

—El hambre une, tío. Es ley de selva. Aquí o te unes, o te comen.
—Literalmente —añadió Aaron, que colgaba a medio metro del suelo con una cuerda atada a un cocotero. Estaba intentando probar si el sistema de poleas improvisadas servía para subir carga. O para romperse un hueso, una de dos.

Marcelo miró alrededor. En un rincón, Brenda organizaba los restos de metal con Ale, que ahora usaba gafas de sol como diadema mientras dibujaba planos de trampas. En otro, Nicolás fumaba y murmuraba palabras en francés mientras Ángel hablaba con Forrest.

Todo parecía... tranquilo.

—En clase nos caíamos mal porque teníamos opciones —dijo Marcelo en voz alta—. Aquí no hay más opción que cooperar.
—No somos amigos —añadió Sandra, alzando la ceja—, pero ahora mismo estamos del mismo lado. Eso basta.

Javier apareció por detrás, con la Stiletto en la mano:

—Además, cuando te intentan partir el cuello con un hacha, de repente hasta el pesado del grupo te parece familia.

Risas. Nerviosas, pero reales.

En el campamento improvisado, Maksim, el chico eslavo, intentaba aprender a pronunciar bien «tortilla». Rocío le corregía pacientemente mientras señalaba una sartén que parecía más piedra volcánica que utensilio de cocina.

—No, no, tor-ti-lla, no tor-chilla, que eso suena a mutante ruso.

—¿Por qué enseñarle a cocinar si no le dejamos usar cuchillo? —preguntó Federico.

—Porque es majo, no tonto —respondió Brenda—. Y saber hacer una tortilla es más útil que saberse tres canciones de Bad Bunny.

Cristian interrumpió con un grito:

—¡CHAVALES! ¡Red número 2 funcionó! ¡Tres peces!
Ale se levantó de un salto, corriendo como si alguien hubiese gritado "rebajas".

—Marcelo, necesitamos otra cesta —dijo Sandra—. Y por favor, que esta no esté hecha con cinta adhesiva y fe.

Más tarde, cuando el cielo se tiñó de violeta y las nubes se deshicieron en oro y ceniza, Ángel se sentó junto al fuego con Valenzuela y Nicolás. Los tres profesores observaban al grupo con una mezcla de ternura, incredulidad y respeto.

—¿Qué les ha pasado? —preguntó Nicolás, mirando a Javier cortar madera junto a Cristian sin rastro de bronca.

—La vida, colega —respondió Ángel, acariciando a Forrest. Luego se giró hacia Marcelo—. Tú eras el que metía memes en las presentaciones, ¿no?

—Sí —dijo Marcelo—. Pero ahora hacemos memes con trampas.

—Y lanzas —añadió Rocío desde su hamaca.
—Y huesos humanos, a veces —susurró Brenda, dramatizando, antes de soltar una risa.

Esa noche no hubo ataques, ni gritos en la selva, ni nuevas señales. Solo el crujido del fuego, las risas tímidas de quienes solían evitarse en los pasillos del instituto, y la certeza de que, por muy jodida que estuviera la situación, 2.º B había hecho lo impensable:

Aprender a soportarse. Y, tal vez, algo más que eso.

Porque cuando el mundo se rompe, lo que antes parecía ruido de fondo —las personas al fondo de clase, el grupo de al lado que ni saludabas, el pesado que gritaba todo— puede convertirse en lo único sólido que te queda.

Valenzuela pinta un globo terráqueo torcido sobre la arena y usa una ramita como puntero.

  1. Plan de vuelo original

    • Boeing 737 de 2.º B: Sevilla → San José (Costa Rica) con escala repostaje en Cabo Verde.

    • Jet chárter de profesores: mismo destino, ruta algo más al sur.

  2. Desvío forzoso

    • Los dos aviones reportaron tormenta eléctrica formando “túnel” sobre el Atlántico Central.

    • Última posición confirmada (según el móvil de Brenda, que conserva registro de red satelital): aprox. lat 5–6° N, long 33–34° W.

  3. Corrientes y clima

    • Valenzuela señala la «Corriente Ecuatorial Norte» que empuja de África hacia el Caribe:
      “Un islote perdido aquí, quizás volcánico, sin registro en cartas náuticas menores.”

    • Ángel levanta la mano: “Lo llamo ¡Isla Forrest!”

  4. Pruebas empíricas

    • Ángel: “El sol al mediodía está casi cenital → zona ecuatorial.”

    • Nicolás: “La fauna ―caimán y manglar― apunta a microarchipiélago atlántico tropical, no Pacífico.”

    • Sandra confirma mirando Polaris de noche: estrella casi a ras de horizonte → latitud muy baja.

Conclusión rápida:

Islote de la Dorsal Atlántica Central, a unos 800–900 km al SW de Cabo Verde y 1 000 km al ESE de Barbados.
En una línea marítima fuera de las rutas comerciales principales (petroleros y cargueros pasan 200 km al norte).

PlanRecursos necesariosObstáculos
1Radio-boteo → arreglar transmisor cabina + baterías Ni-Cd, emitir SOS en 121.5 MHz y 406 MHzPanel COMM 2, cable coaxial, antena improvisada, 12 V establesNecesita mástil elevado, consumo de energía alto, señal débil a 1 000 km de cualquier guardacosta
2Señalización visual → fogatas en triángulo + espejo heliográfico desde roca altaLonas reflectantes, grasa de caimán, leña continuaRequiere visibilidad diurna ∧ sin nubes; sólo funciona si alguna aeronave pasa
3Aguantar hasta rescate automático → contar con que beacon del Boeing haya emitidoCero (es esperar)Tal vez ya emitió… pero nadie navega cerca; Ruslan no dará paz
4Tomar el “barco de Ruslan” → robarles armazón metálico cuando lo botenLucha directa, tripulación mínima, sellar flotadores con resinaRiesgo mortal; travesía de 800 km en cascarón chapucero
5Balsa 2.º B → construir pontón grande (flotadores de fuselaje + tambores sellados) y dejar la isla25 m² de chapa, remaches, vela de lona, timón simple18 personas + tres profes = 21 tripulantes → sobrepeso; navegación a ciegas
6Operación “Canal y pánico” → inundar cueva de Ruslan con desviación de riachuelo, obligarlos a huir y “seguirlos” al barco + radio que tenganPicos caseros, canales profundos, vigilanciaPrecisa 48 h de trabajo y defender campamento simultáneamente

3 | Decisión provisional del Consejo

  • Primero: levantar mástil de 6 m con varillas de fuselaje, colgar dipolo y probar SOS (Plan 1).

  • En paralelo: extender canal de Valenzuela (Plan 6). Si se confirma filtración, preparar incursión para sabotear barco de Ruslan o tomarlo.

  • Plan 4/5 quedan en reserva para «todo o nada».

  • Fogatas en triángulo (Plan 2) se mantienen cada atardecer.

Marcelo resume:

«Escapar hoy es suicida; pero cada día que resistamos con señal activa aumenta la probabilidad de rescate… o de que Ruslan se vea obligado a jugársela en el agua primero.»

Ángel asiente, apretando a Forrest:

—La Historia premia a los que piensan dos jugadas adelante.

Cooperación forzada → cohesión emergente = “Efecto Naufragio”.

Valenzuela, encantado, cierra la libreta improvisada:

—Clase de biología social concluida.

Con un objetivo claro —mandar un SOS potente antes de jugársela al agua— y la primera respuesta seria a “¿dónde demonios estamos?”, 2.º B vuelve a la carga:

  • Cristian e Ivan suben planchas al cocotero más alto para el mástil.

  • Brenda raciona la grasa de caimán como aislante de cables.

  • Nicolás, Maksim y Sandra ensayan frases en ruso y francés para posibles transmisiones.

  • Ángel prepara “infusión energética” (hoja amarga + coco) para el turno nocturno de canal.

  • Rocío pinta un enorme «HELP» con polvo de carbón sobre la lona de un asiento.

La isla no se encoge, ni los hostiles se esfuman, pero por primera vez, escapar ya no suena a fantasía… suena a plan con pasos.

Y los pasos, aquí, son lo único que importa.

Capítulo 12: Aliados mas no amigos

La brisa marina olía a yodo, humedad y sangre seca.

Marcelo caminaba con las botas húmedas y la camiseta ya casi sin forma, más gris que blanca. El machete improvisado colgaba en su espalda, sujeto con una cuerda trenzada. A su lado, Rocío mordía una fruta que no tenía nombre conocido y mascaba con cara de asco.

—Bro... esto sabe a tiza mojada. —Escupió a un lado—. Pero si no me mata, me nutre.

Delante, en la zona despejada más allá de los restos del fuselaje, Ale dibujaba sobre una piedra lisa con carbón, planos y estructuras. A su lado, Juanma y Aarón clavaban hierros curvados en una tabla de madera hueca: el esqueleto de una balsa.

—Si conseguimos esto —dijo Juanma, empapado de sudor— y no se desmonta a medio mar, puede que por fin veamos algo que no sea verde o salado.

**

Un día antesValenzuela, con voz calma y gesto concentrado, había estado midiendo la profundidad de los charcos interiores, analizando las corrientes y observando pájaros.

—No están anidando aquí. Están en movimiento —dijo—. Las aves siguen rutas migratorias. Si encontramos su dirección de vuelo, podríamos tener una ruta. Y si hay corriente costera, nos puede arrastrar.

—¿Y si nos arrastra a otra isla con más rusos locos? —preguntó Cristian.

—O peor: franceses —añadió Rocío, con una sonrisa ladeada.

—O profesores de filosofía —añadió Nicolás, exhalando humo de cigarro mientras ayudaba a cortar lona del avión con Ángel.

**

El grupo se había dividido con más eficacia de lo esperado:

Ariadna, Nora y Julia preparaban lo poco que quedaba de comida deshidratada con ayuda de Brenda. Por fin hablaban entre ellas sin tirarse indirectas.

Iván y Federico reforzaban la base de la balsa con placas de aluminio arrancadas de los asientos del avión.

Sandra y Amin estaban calculando la densidad de los materiales para que flotara bien. Sandra, al ver a Amin escribir fórmulas en la arena, dijo:

—No me creo que estemos usando física. Pensaba que solo servía para aprobar exámenes y ya.

Maksim, bajo supervisión de Javier, hacía nudos marineros con sorprendente precisión. Rocío se acercó a observarle, y entre frases medio rotas, lograron enseñarle a decir: "nudo de ancla".

—Bro, si lo amarras mal, morimos todos —dijo Rocío con su típica mezcla de humor y amenaza.

**

Aquella noche, se sentaron todos en círculo.

El fuego crepitaba. Ángel hablaba con su coco "Forrest", mientras Nicolás usaba una ramita como boquilla para seguir fumando tabaco. Marcelo tomó la palabra.

—Vamos a intentar algo muy jodido. El mar no es una broma, la balsa tampoco es perfecta. Pero aquí no podemos quedarnos.

Silencio.

—Puede que no todos podamos irnos a la vez —añadió Sandra—. La balsa, en el mejor de los casos, aguanta a seis personas.

—Id vosotros. Yo me quedo a defender esto —dijo Rocío de golpe.

—¿Tú? Bro, si ves una cucaracha te trepas al techo —bufó Iván.

—¿Y qué? ¿Tú corres más rápido que yo? —se burló ella.

—Podemos hacer turnos —sugirió Valenzuela, serio—. Si conseguimos llegar a una isla habitada, regresamos con ayuda.

**

Antes de dormir, Marcelo se quedó en la orilla con Sandra. Miraban la balsa semiconstruida flotando débilmente entre las olas.

—¿Sabes qué es lo más raro de todo esto? —preguntó ella.

—¿Qué?

—Que estamos... juntos. El grupo, digo. Tú, yo, Rocío, Amin... incluso Nora. Antes del accidente apenas nos hablábamos.

Marcelo sonrió, sin mirar.

—Igual hacía falta una isla desierta para dejar de ser idiotas.

Sandra rió, aunque con la voz rota.

—Si nos morimos, al menos no es por culpa de los exámenes.

—Ni de los profesores —añadió Marcelo, mientras veían a Ángel hablar con su coco al fondo.

—Bueno... eso está por ver.

**

Al amanecer, la balsa estaba lista.

Y al fondo, entre la niebla... una silueta humana en la playa norte. Otro más. Solo. Con algo colgando del brazo.

Marcelo se incorporó.

La bruma era tan espesa que la silueta parecía un trozo de niebla más denso que el resto. Marcelo se puso en pie, mano en el machete:

—Bro... eso no es un tronco.

Sandra le siguió, entornando los ojos:

—La cosa del brazo... ¿es un arma o alguien herido?

Rocío ya levantaba su hacha, tamborileando con los dedos:

—Bro, si se mueve raro le meto, ¿eh?—tragó saliva— pero que no sea una cucaracha gigante, por favor.

Brenda sujetó a Rocío por la espalda:

—Respira, mujer. Si fuera un bicho ya habría corrido hacia ti.

Ale dejó caer el martillo de metal:

—Chicos, formad semicírculo; que la balsa quede detrás.

Amin se adelantó medio paso, voz firme:

—Sin ataques hasta saber quién es. No hemos llegado hasta aquí para matarnos por error.

Federico, siempre conciliador, asintió:

—Voy a por la manta térmica. Si está herido, la va a necesitar.

Javier acarició el Stiletto, medio sonrisa:

—Pero si es del club del hacha, no lo arropamos; lo enterramos.

Cristian echó un vistazo a la playa:

—No veo más siluetas; está solo. Demasiado suicida para ser trampa.

Iván se agachó para coger una estaca:

—O demasiado desesperado— murmuró.

Aaron, aún cubierto de serrín, alzó su lanza improvisada:

—Vale, graciosos en vanguardia. Juan, haz tu magia de hablar fuerte.

Juan se cuelloscarrascó:

—¡EH, COLEGA, IDENTIFÍCATE! —el eco se tragó su voz.

Ariadna, desde la hoguera, bufó:

—Gritar "colega" a un psicópata, genial.

Nora, temblando pero en pie:

—Pues trae mala pinta... ¿veis la pierna? arrastra el pie izquierdo.

Julia se tapó la boca con la mano:

—Y ese bulto en el brazo, parece... una cabeza de cerdo o algo.

Claudia frunció el ceño:

—Un trofeo, seguro. O un mensaje.

Chavelis se acercó a paso lento, desenrollando la cuerda:

—Si hace falta atarlo, yo le hago el nudo gitano, ¿vale?

Elena preparó el botiquín:

—Ojalá sea herida y no arma. Tengo vendas, pero ni gota de yodo.

Juanma se cuadró junto a Ale:

—Si viene en son de paz, bien; si no, lo tumbamos. Fácil.

Maksim, tenso, murmuró en ruso:

Odin chelovek... mozhet byt' iz nashikh.—Un solo hombre... tal vez es de los nuestros.

Ángel sostuvo a "Forrest" como si fuera un megáfono:

—Hijo, si vienes por charla, habla claro—. Le dio un golpecito al coco—. Forrest apoya la diplomacia.

Valenzuela ladeó la cabeza, científico nato:

—La forma del bulto... diría que es un saco de conchas, no carne. Pero puedo estar equivocado.

Nicolás dejó caer la colilla en la arena húmeda:

—Alors, mes enfants, si esto se pone feo, yo distraigo con palabrería. Hablo ruso peor que francés, pero mejor que Ángel.

La silueta dio un paso más; la niebla se abrió lo justo para revelar un rostro desfigurado por hollín y... una radio amarilla de emergencia colgando de su hombro, no un arma. El tipo levantó la mano libre, exánime:

P... paz... voda... —balbuceó en ruso y se desplomó de rodillas.

Marcelo aflojó el machete, corazón a mil:

—Bro, trae la manta, Fede. —Miró alrededor—. Y encended la fogata grande: si ese cacharro funciona, quizá esta isla deje de ser nuestro examen final.

Mientras todos corrían a sus puestos —cada uno hablando, gritando o rezando su propia frase— la bruma empezaba a disiparse. La balsa flotaba, los nudos de Maksim aguantaban, y un extraño acabado de llegar sostenía la única radio completa que habían visto en días.

Capítulo 14 Последняя ночь

La luna era un cuenco bruñido sobre el mar inmóvil. Después de dos días sin ataque, la balsa – esqueleto de placas de fuselaje, troncos y lona – reposaba lista sobre rodillos de palmera húmeda. Un último empujón y tocaría el agua.

Marcelo palmeó el casco:
—Bro, flota o se hunde ahora. No hay ensayo.

Sandra repasaba la lista:
—Seis pasajes. Solo seis. Carga mínima: comida, botiquín, radio de bolsillo y el mapa de Valenzuela.

Ariadna soltó un suspiro:
—Vale... Nora, Claudia, Chavelis, Elena y yo pesamos poco. Encajo.
Nora asintió, temblona:
—Yo prefiero marearme que que me partan la cabeza aquí.

Julia levantó la mano:
—Yo he navegado con mi tío; sé arriar vela. Contad conmigo.
—Cuida que la lona no se rompa —gruñó Iván, sujetando una costura metálica.

Rocío giró la lanza con gesto decidido:
—Bro, yo me quedo. Se me da mejor pinchar que remar.
Marcelo chasqueó la lengua; mitad alivio, mitad preocupación.
—Pues a pinchar conmigo, prima.

Brenda alzó la cabeza:
—¿Escuchasteis eso?
Un silbido seco, triple. La selva respondió con otros dos tonos.

Maksim susurró:
Ruslan... idyot... Ruslan viene.

Ángel apretó su coco "Forrest" como talismán:
—Defensa en abanico. ¡Profes arriba, grumetes al agua!

Surgieron de la penumbra: diez figuras, hachas relucientes. Ruslan al frente, hombro vendado, ojos de brasa.

Ni odnogo!— ¡Ni uno se va!, rugió.

Cristian no dio tiempo a traductores: lanzó su lanza y derribó al primero.
Aaron y Juan chocaron con palos contra otro que blandía machete; Juanma se coló por debajo y le dio un rodillazo.
Ale recibió una patada, rodó, y Sandra le lanzó un trozo de plancha a modo de escudo.
Javier, con su Stiletto, cubría a Federico que arrastraba el botiquín hacia la balsa.

Valenzuela gritó:
—¡Agua al canal!— y volcó un cubo: barro y piedras hicieron resbalar a dos atacantes.

Nicolás, cigarro a un lado, farfulló francés–ruso antes de golpear con un remo:
Dégage! ¡Fuera, bestia!

Amin y Brenda empujaron la proa; Elena ya a bordo sujetaba la vela.
—¡Subid de una vez! —gritó.

Claudia y Chavelis saltaron; Chavelis masculló:
—Como esto se hunda, juro que te mato, Isa... digo, Julia.
—¡Me llamo Julia! —respondió, izando la lona.

Nora vaciló, pero Ariadna la agarró:
—¡Dentro o muertas!—. Las dos cayeron sobre sacos de mango.

5 | La línea de hierro

En la arena, Ruslan cargó directo contra Marcelo. El machete improvisado chocó con el hacha; chispas, arena y un rugido. Rocío se coló lateral:
—¡Bro, agáchate!— y le clavó su punta de fuselaje en el muslo sano al ruso. Ruslan gruñó; reculó, herido.

Ángel lo remató con una piedra al hombro ya lastimado:
—¡Forrest manda recuerdos, colega!

El líder cayó de rodillas, apenas consciente. Dos de los suyos lo arrastraron de vuelta; el resto, viendo la sangre, retrocedió.

—¡Empujad! —bramó Iván.
AaronJuanJuanma y Ale dieron el impulso final. El agua salpicó, la balsa se deslizó y una ola la acogió.

Elena gritó desde cubierta:
—¡Estamos a flote! ¡Remos listos!
Julia ajustó la vela; Claudia cortaba cuerdas sueltas; Chavelis rezaba en voz baja; Nora sostenía el botiquín contra su pecho; Ariadna miraba la isla, muda.

7 | Retirada y juramento

En la playa, los atacantes huyeron cargando a su jefe. Cristian quería perseguir; Sandra le sujetó:

—Ganar tiempo, no trofeos.

Brenda se dejó caer, exhausta:
—Aguantar... y armar la Balsa 2. Sin muerte nuestra, por favor.

Maksim, cojeando, estrechó la radio amarilla contra el pecho:
—Transmito SOS. Vosotros vivos... yo feliz.

Javier respiró hondo; la bala latía.
—Si se atreven a volver, les enseñamos lo que es un 2.º B cabreado.

Rocío, todavía con la lanza ensangrentada, murmuró:
—Bro, que lleguen. Esta vez no corro... a menos que traigan insectos.

Marcelo contempló la vela que se hacía pequeña contra la luna.
—Volverán con ayuda —dijo, más a sí mismo que al grupo—. Y si no, saldremos nosotros. Pero hoy... hoy la isla no ganó.

A lo lejos, la balsa cortaba la plata del mar en silencio.
En la orilla, una hoguera se alzó como faro, y diecisiete almas exhaustas —profes, amigos, antiguos rivales convertidos en tribu— esperaron el amanecer, con la sangre seca entre los dedos y una promesa en la garganta:

Aguantar. Responder. Escapar.

La balsa recién botada se alejó veinte metros y la luna la bañó con un tono fantasmal. Rocío la veía encogerse cuando un grito cortó el aire:

—¡AGUA!... ¡SE METE POR TODAS PARTES! —era Julia desde proa.

Una costura mal sellada de fuselaje dejaba entrar el mar a chorros. A cada ola, el puntal de proa crujía.

—Remad de vuelta, ¡YA! —ordenó Elena, mientras Nora achicaba con la tapa de una olla y Ariadna gritaba impro­perios.

Las seis chicas viraron como pudieron y el oleaje las empujó de regreso. Cristian, Iván y Aaron corrieron al agua para arrastrar la embarcación que goteaba como un colador.

—Balsa-1 abortada —bufó Sandra—. Ni cinco minutos nos duró el Titanic de lata.

Antes de que pudieran lamentarse, tres destellos rojos parpadearon desde la selva: antorchas encendidas y meneadas arriba-abajo.

—Código de Ruslan —traduc­ció Maksim—. "Agrupar, todos".

Pero sólo salieron cinco figuras, no diez; caminaban encorvadas, algunas vendadas. Ruslan estaba entre ellas, el hombro sujetado con tablillas, el hacha apoyada como bastón.

Rocío apretó su lanza:

—Bro, vienen menos. Este es el último empujón.

Nicolás adelantó un paso con las manos en alto y gritó en su peor ruso salpicado de francés:

My ukhodyim! My uhodim — net voiny! —¡Nos vamos, no guerra!

Ruslan escupió sangre, gruñó algo y, con un gesto, señaló la balsa medio desmontada: trofeo que él pensaba robar.

Marcelo giró hacia los suyos:

—No podemos perder ni madera ni plancha. Es ahora o nunca.

Valenzuela alzó un cubo de grasa de caimán mezclada con arena:

—Entonces prendemos.

Federico, Brenda y Ale rociaron la zanja interior con la grasa espesa. Ángel encendió una antorcha —Forrest en el bolsillo— y la arrojó. Una muralla de fuego se alzó entre el campamento y los atacantes.

Ruslan dudó... y empujó a los suyos a cruzar. Dos saltaron, rodaron y quedaron detrás de la línea ígnea; el líder y otros dos se quedaron al otro lado, forzados a rodear entre humo.

En la confusión:

Cristian lanzó su lanza y acertó a uno en la pierna: cayó gimiendo.

Rocío embistió al segundo que había rodado, bramando «¡BROOO!», y lo hizo retroceder hasta que chocó con la muralla ardiente.

Javier se interpuso ante Ruslan, Stiletto listo; el ruso alzó el hacha, pero su brazo vendado falló fuerza. Un tajo de Javier le abrió la mano y el hacha cayó sobre las brasas.

Ruslan retrocedió, cubriéndose el muñón ensangrentado. Sus dos últimos hombres lo engancharon y arrastraron hacia la selva, dejando atrás a los heridos.

Sólo quedaron chasquidos de fuego y sus propias respiraciones. Tras diez segundos eternos, Marcelo soltó el machete:

—Se acabó.

Rocío miró a los heridos del enemigo, retorciéndose cerca de la lumbre:

—¿Les ayudamos? —preguntó, sorprendida de su propia voz.

Sandra negó, exhausta:

—Sin Ruslan no vuelven. Los curamos y los enviamos con los demás, pero ya no hay guerra.

Con la amenaza rota —literalmente mancando en la oscuridad— el grupo se puso a remachar otra vez, pero ahora con calma febril. Ángel, inspirado, rebautizó el proyecto:

—Esta balsa se llamará La Forrest. Si el coco aguantó, esto también.

Julia selló la costura que falló usando mezcla de grasa, resina y polvo de carbón; Valenzuela dirigió taladros de drenaje para el chapoteo interior; Sandra recalculó el reparto de peso; y Rocío, fiel a sí misma, siguió patrullando el perímetro, aplastando insectos con más miedo que todo el combate.

Al amanecer, La Forrest flotaba estable en la laguna. Otra vez seis plazas, pero esta vez Marcelo se subió como timonel junto a Sandra, Nora, Claudia, Elena y Maksim que manejaba la radio amarilla.

—Regresaremos —prometió a Rocío, chocando puños—. Si tarda, arma la Forrest-dos.

—Bro, os guardo la isla. Pero traed insecticida, ¿vale? —respondió ella, medio seria.

El mar se abrió ante ellos, sin humaredas ni antorchas. En la costa, Ángel alzaba a Forrest como estandarte. Rocío, Javier, Brenda, Ale, Amin, Cristian, Iván, Aaron, Juan, Juanma, Ariadna, Julia, Chavelis, Valenzuela y Nicolás levantaban brazos, sin fuerzas para gritar, pero con la cola de humo aún elevándose detrás.

Y, esta vez, las olas no devolvieron la embarcación.

                                                                       THE END

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